Un poeta muerto.


¡Jamás seré un poeta! Lo sé ahora.
He tratado toda mi vida, desde el momento en que encontré aquel empolvado libro de poesía en la biblioteca de la escuela en donde solía refugiarme del constante acoso. ¡Malditos!

Me fascinaban esas hermosas frases de amor, de decepción, de alegría. Amaba los poemas dedicados a la vida pero más aun los que estaban dedicados a la tan misteriosa muerte. ¿Es la muerte una dama seductora? ¿O es un ser cuya forma y nombre sólo es el que los seres humanos le hemos dado?
¡Oh cuántos autores han tratado de entenderla!

Leí aquel inmenso libro en poco más de dos días. Luego compré más y más hasta que mi cuarto ya no estaba cubierto de basura y ropa en el suelo sino de libros y escritos de cientos de autores, muchos desconocidos, la mayoría había muerto de manera solitaria en sus estudios. Yo quería ser como ellos.

Así pues, empecé a escribir. Escribí y escribí. Pero ninguna de las palabras que salían de mi cabeza a través de mi mano podía compararse con las que leía en esos antiguos escritos.
Al principio no me molestaba, sabía que uno no puede ser experto en poesía a la primera. Así que seguí leyendo. Memorizando cada palabra nueva, palabras que le daban un nuevo significado a las que ya conocía.

«¿Qué es el infierno? Yo aseguro que es el no poder amar.» escribió Dostoievski. Por mucho tiempo creí que el infierno era el tener que levantarme cada mañana e ir a la escuela. ¡Oh cuántas veces fui víctima del abuso!

Pero luego descubrí que el infierno en realidad es el no poder lograr lo que quieres sin importar cuánto practiques, sin importar cuánto lo desees, sin importar todo el esfuerzo que pongas. Querer ser un poeta era mi sueño y por más que escribía, por más que leía, mis palabras eran tan burdas y mis frases eran tan ridículas que, si se las hubiera profesado a una mujer, ésta se hubiera reído en mi cara. Aunque muchas lo habían hecho ya de todas formas.

Entonces, en contra de mi deseo de evitar el contacto humano lo más posible, me inscribí a unos cursos de poesía.
Si bien las charlas y lecturas revitalizaron mi esperanza de volverme un poeta, no pude escribir ni un sólo párrafo. Nada.
La única vez que me atreví a recitar uno de los poemas que creí era el «menos terrible» de todos, lo único que recibí fue un silencio absoluto. Bajé los escalones con la hoja de papel arrugada en mis manos, podía ver los ojos de todos mis compañeros brillando, no por fascinación, sino por burla. ¡Burla! lo sabía bien pues veía esas miradas todos los días al entrar al salón de clases. Hubiera preferido un abucheo o una ola de carcajadas burlonas, pero no esas miradas.

«Qué onda mi amigo», me dijo Samuel como si en verdad fuéramos algo cercano a amigos. Puso su mano sobre mi hombro y me dijo: «No te sientas mal, la poesía no es para todos, podrías comerte el cerebro de un poeta y aun así no podrías ni escribir un soneto», me lo dijo con un tono suave como si lo que dijera fuera una simple broma. Yo sonreí y luego solté una carcajada. Él rio conmigo, me dio una palmada en la espalda y se alejó.

Samuel.
En la escuela, Andrés era el «rey», alto y atlético. No creo que existiera algo así en la clase de poesía, todos éramos un montón de inadaptados, al menos yo lo era, pero Samuel era el que más se acercaba a ser el «rey».
Había reído con su cruel chiste, no porque me hubiera causado gracia, en realidad, en el fondo las llamas que siempre habían estado ardiendo en mis entrañas habían subido por mi garganta y casi creí que si exhalaba una flama saldría de mi boca. La razón por la que reí es porque él me había dado una idea. La mejor idea.
Además ¿Qué más tenía que perder?

Vivir en un pueblo es aburrido, pero tiene ventajas, una de ellas es que a veces, puedes dormir con la puerta sin seguro puesto y tendrás la seguridad de que no despertarás a media noche viendo el rostro de un maníaco iluminado por el brillo de la luna y los postes eléctricos.
Excepto que esa noche, Samuel vio exactamente eso.
La única diferencia era que mi rostro no estaba iluminado por la luna, pues había estado lloviendo y el cielo aún estaba cubierto de nubes negras y pesadas, sino que había estado iluminado por el amarillento brillo de mi lámpara de aceite.
Había comprado esa pequeña lámpara para sustituir los molestos focos, esperando que en una de esas noches una o dos musas llegaran a mi cuarto. Falta no hace que les diga si funcionó o no.

No sé cuánto tiempo estuvo mirándome con ojos tan grandes como los de un búho de caricatura. Su rostro normalmente sonrojado ahora estaba blanco como si se hubiera puesto una máscara antes de acostarse. Yo también estuve un buen rato mirándolo, sosteniendo la lámpara en mi mano izquierda y el pañuelo con cloroformo en la derecha. Él no lo vio y cuando finalmente creyó haber encontrado su voz para gritar, me lancé sobre él. ¡Hubieran visto con cuánta gracia sostuve la lámpara en todo momento!

Miré con fascinación como sus ojos se fueron cerrando lentamente, como si «El hombre de arena» le hubiera lanzado uno de sus polvos para enviarlo al mundo de los sueños. Sus ojos me miraron todo el tiempo y yo hice lo mismo.

«...podrías comerte el cerebro de un poeta y aun así no podrías ni escribir un soneto» me había dicho y las palabras sonaron tan fuerte en la habitación que creí que él las había dicho de nuevo. Pero su cabeza inclinada a un lado sobre la almohada me confirmó que no había sido él. Una lágrima bajó por mi mejilla. Me di cuenta que jamás volvería a escuchar uno de sus tan hermosos poemas.

Saqué el cuerpo por la ventana, que curiosamente estaba bastante baja, y lo llevé a mi auto.

En mi cuarto, corté la cabeza con una de las hachas de papá. Ellos no estaban claro, no hubiera podido hacerlo con ellos al otro lado del pasillo. Temí por un segundo que sus ojos se abrirían y él soltaría un grito de ultratumba, no creo que hubiera podido hacerlo con sus ojos mirándome.
¡Oh cuánto trabajo me dio abrir la cabeza! Era como tratar de abrir un coco sólo con la fuerza de un cuchillo plástico. Pero al final lo hice.
La luz de mi lámpara hacía que el cerebro se viera aún más viscoso. Contuve mis náuseas hasta que pude tocarlo con mis dedos desnudos.
Pensé que debería cocinarlo. Freírlo con aceite y cebolla. Pero pensé que freír aquel cerebro mataría toda la «magia», el talento que tanto había envidiado y admirado al mismo tiempo.
Respiré profundamente como si fuera a lanzarme de un risco y empecé a comer el cerebro. Sin darme cuenta, en pocos segundos lo estaba devorando como si fuera el más delicioso bocadillo.
Me tragué cada pedazo, los que caían de entre mis dedos y de entre las comisuras de mi boca los recogía y los masticaba con placer. Al final chupé cada uno de mis dedos.
No creo que les interese saber cómo supo, ¿cierto?

Me recosté como un perro al lado de mi cama, al lado del cadáver con el cráneo abierto.
Soñé con mil hadas flotando y saltando en la cama. Luces con colores que hacían que un arcoíris se viera como una tremenda cagada. Estaba excitado. Maravillado. Podía sentir los «jugos» revolviéndose en mi interior. Llenándome del hermoso talento que tanto había anhelado.

Me desperté con una tremenda excitación. Mis manos y mejillas se sentían pegostiosas por la sangre y viscosidad seca. Pasé mi lengua por mis dientes y encontré que el sabor sabía aún mejor.
Tomé el lápiz y empecé a escribir. Escribí y escribí. Escribí mientras lamía mis labios.

Las hadas bailaron y celebraron sobre mis hombros. Vi algunas alrededor del cadáver de Samuel que poco a poco se veía más gris. O tal vez eran moscas las que bailaban junto a él, creo que eran moscas. Pero las que bailaban sobre mis hombros eran hadas. ¡Lo juro!

Y aun así, cuando terminé, lo que estaba plasmado en mi mugrienta hoja de papel era aún peor que lo que había escrito antes. Más vergonzoso que lo que había leído en público.
¡Era horrible, asqueroso!
Era como si mi mente hubiera tenido la peor de las diarreas y mi hoja estaba empapada de toda esa porquería.
¡¡¡Mala!!!

Vi el cadáver de Samuel, vi la tapa de su cráneo a un lado, vi el hueco vacío en dónde alguna vez su cerebro había brillado, encendido con una poderosa creatividad.
Tragué saliva y aquel sabor bajó otra vez por mi garganta. El sabor ha estado conmigo desde entonces.
Miré a Samuel otra vez y podría jurar que por un segundo sus labios se movieron, un reflejo de un muerto tal vez, aunque no sé cómo pudo haber sido posible, pues ya no había cerebro. Los labios se movieron y juraría que formaron una ligera sonrisa.





No hace falta que sepan cómo me deshice del cuerpo. No fue tan difícil.
Nadie se sorprendió tanto que digamos cuando él ya no volvió a las clases. Poco a poco alguien igual o más talentoso ocupó su lugar. Y no, no he vuelto a comer cerebros de poetas. No funciona.


Ahora sólo me dedico a leer, admirar la belleza de sus palabras.
Paso mis días buscando poemas en internet, autores anónimos, autores desconocidos. Los leo a todos ustedes. Y los admiro, los envidio.
Pero sólo leeré. Mis manos tiemblan como un adicto que evita la heroína. ¡Mi propio cuerpo se burla de mí, sabiendo que jamás pondré en el papel lo que mi mente ha leído!
Pero estoy bien, ya no me importa tanto. Las hadas siguen viniendo a danzar sobre mis hombros y sobre mi mesa de vez en cuando, pero no les haré caso. Prefiero atar mis manos para evitar ver esas horrendas palabras en papel. 
Así que sólo leeré y leeré.
Leo todo lo que escriben. Y siempre estoy pendiente de cada uno de ustedes.

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