El fin.
El fin.
Rafael se quedó
mirando fijamente la pantalla de su computadora por al menos tres minutos. Sus
manos seguían suspendidas sobre el teclado, los dedos listos para teclear…pero
no había nada más que teclear. El libro estaba terminado. ¡Su gran libro estaba
terminado!
La realización de que El fin había sido escrito tardó en llegar a
su cerebro. ¿Era ese el fin? ¿No hay más capítulos? ¿Qué pasará con…?
“¡Basta!” le dijo la voz de la musa en su cabeza. Su musa, como él creía, era una
anciana de más de cien años con cabello blanco y tan fino como los hilos de una
vieja telaraña. Ella era intensa, llena de ideas, pero cuando decía que algo
había terminado, era porque había terminado.
Su libro no iba a tener ni un capítulo más, sus personajes no dirían ni una
sola palabra más. Sí, habían preguntas que quedarían sin respuestas, pero ¿no
es así como pasa en la vida real? Nadie es capaz de saber todo acerca de la
vida de nadie. Un esposo no conoce cada secreto de su esposa y un hijo no sabe
todo de su mejor amigo. Nadie.
“Todo ha
acabado entonces” pensó
Rafael mientras le daba clic al botón de “guardar”,
ya lo había hecho tres veces pero era mejor hacerlo cuatro veces que ninguna.
El libro, que era el
último de una saga de ocho libros, le había tomado varios años. Un año se enfermó
gravemente y al otro tuvo un accidente que casi lo deja invalido, luego, cuando
creyó que podría volver a él, algo más pasó; una muerte en la familia (su hijo
Jacob había muerto en un accidente de auto pues según parece él y sus amigos
habían sido retados a una carrera. Todos estaban ebrios. Todos terminaron con
los huesos rotos y los cráneos abiertos cuando el auto se estrelló contra una
enorme pared perimetral) y finalmente el “bloqueo
del escritor”. Sí, escribir ese último libro había sido una maldición.
Muchas veces pensó en quemar lo que llevaba hecho y darse un tiro. La relación
con su esposa no era la misma de todas formas. ¿Por qué era?
“Ella cree que es tu culpa” le dijo la voz de su musa. ¿Era cierto? Pero eso no
tenía sentido, ¿no es así? Él había estado escribiendo ese maldito libro
después de haber pasado meses con la espalda rota y él jamás le habría comprado
ese auto a Jacob si no hubiera sido porque ella
lo convenció. “Oh, vamos Rafa, él se lo
merece. Sus notas han mejorado…vamos Rafa…vamos…” y él lo hizo. Compró el
maldito auto (con el dinero que él había
ganado gracias a sus libros por cierto) Ella lo había recompensado con una
noche de sexo.
Y aun así…ella creía
que era su culpa. Él había visto esa sombra en sus ojos, “Tú lo hiciste” le decían los ojos de su esposa.
Así fue como el
bloqueo de escritor se fue, él quería alejarse de la maldita expresión de su
esposa y ¡qué mejor forma de hacerlo que estar sentado frente a una
computadora, metido en el mundo de sus amados personajes!
El
fin.
Se asqueó de ver esa
palabra así que apagó la computadora (no sin antes darle guardar por quinta vez) y se fue a la sala.
Sus esposa estaba
viendo una telenovela (una hermosa muchacha le recordaba a un hermoso muchacho
que nunca podrían ser felices porque él era rico y ella era pobre) “Puaj” pensó. Se sirvió un vaso de leche
y tomó unas galletas Oreo. Se sentó en el sofá al lado de ella.
La miró por un buen
tiempo, con ganas de darle las buenas noticias pero sin saber cómo apartar su atención
de esa maldita pantalla.
¿Le tenía miedo a su
esposa?
“No” se dijo pero de todas formas no pudo abrir la boca para decirle que su obra maestra estaba completa por fin.
Cuando el primer libro se había convertido en un éxito ella lo había besado en
todas partes y había sacado una botella de champagne, así pasó con el segundo y
el tercero…para cuando el quinto libro se agotó en pocos días ellos ya eran
prácticamente millonarios y los besos y las celebraciones se habían convertido
en solo un “Um, que bueno”
¡LE TIENES MIEDO A TU ESPOSA!
¡MALDITO COBARDE, ES POR TI QUE ELLA PUEDE IRSE AL SPA CON LAS MUJERZUELAS DE
SUS AMIGAS! ¡ES GRACIAS A TI QUE ELLA PUEDE COMPRARSE CUANTOS VESTIDOS QUIERA
AUNQUE DESPUÉS NI LOS USE PORQUE YA NO ESTÁN A LA MODA!
Se comió el último
pedazo de galleta mientras se tomaba el último trago de leche.
—Terminé el libro. —le dijo tratando de
que su voz sonara firme.
—Ummm. —dijo ella sin apartar la vista
del televisor (la hermosa muchacha ahora estaba haciendo el amor con el hermoso
muchacho de forma exagerada y poco realista).
Algo crujió casi al punto de quiebre,
tal vez fue el vaso de vidrio que estaba bajo la presión de la mano de Rafael,
o tal vez había sido su último nervio.
Rafael
se levantó, caminó a la entrada y tomó el paraguas que colgaba en el perchero
de la sala. Regresó y se puso frente a su esposa, bloqueando esa estúpida
escena, ella se inclinó para seguir viendo la televisión.
Rafael
levantó el paraguas y enterró la punta directo en la pantalla de plasma, justo
en el medio. El aparato hizo un ruido alarmante mientras chispas y cristales se
esparcían por la sala. Ella dio un gemido y sus ojos que siempre parecían
entrecerrados como por un pesado sueño se abrieron de forma cómica. Eso
complació a Rafael.
— ¡Qué carajos!
— ¡Tu, maldita malagradecida! —dijo
Rafael mientras sentía el aroma a quemado que salía de la parte trasera de la
televisión.
—¡Qué—
—¡Cómo te atreves a contestarme de esa
manera! Yo te he dado todo ¿y así me lo agradeces?
—¿¡Y qué quieres que te diga!? ¿eh? “Hurra, terminaste ese maldito libro”
Sabes qué, ¡ya era hora!
Rafael sintió que le habían dado un
golpe en el estómago, dio un paso atrás y escuchó como más vidrio se quebraba
bajo sus pies. El humo del televisor lo estaba sofocando así que caminó hacia
donde había estado sentado. Rayas negras y blancas parpadeaban en la resquebrajada
pantalla.
—No puedo creer que me hagas esto. ¡Yo
te he dado todo lo que has querido! Te compartí mi pasión y ya ni siquiera me
das una puta sonrisa.
—Oooooh, perdón querido, no sabía que
eso es lo que querías, pues aquí tienes —Ella se levantó e hizo una mueca
burlona, su rostro aún estaba pálido por el susto pero eso no hizo que su burla
fuera menos punzante.
—Si no fuera por mis libros tu estarías
atascada en ese maloliente apartamento que compartías con aquella perra de
Jackeline, seguirías buscando ser una “pintora
famosa y trascendente” —ahora fue Rafael quien se burló haciendo ademanes de
mujer soñadora. Ella le mostró los dientes como una gata enojada.
—¡Eres un bastardo! Nunca te pedí que
me sacaras de ahí, tú fuiste el que
me rogó para que me casara contigo.
Acepté, ¿no es así? ¡Confórmate!
Rafael todavía tenía
el paraguas en su mano, lo levantó y lo estrelló nuevamente contra la televisión,
no hubo más chispas pero esta cayó de cara al suelo produciendo un molesto
zumbido.
—¿Entonces por qué no te vas y te
conviertes en la pintora más famosa de esta generación, eh? ¡Oh, ya sé, porque
no puedes ni pintarte las uñas sin dejar manchas por toda la maldita casa!
Ella
se sonrojó.
—Tú te crees tan creativo con ese
estúpido mundo que creaste, ¡JA! Eres tan imbécil como los que leen tus libros.
Rafael caminó pasando realmente cerca
de ella, casi para golpearla, en lugar de eso fue hasta la puerta principal, la
abrió de golpe y dijo:
—Anda. Vete. Ve y pinta, que en estos
días lo único que necesitas es hacer creer a un montón de pendejos que una
línea torcida en un lienzo representa la manipulación corporativa sobre los
pueblos indígenas para que te paguen millones. ¡A la mierda!
Ninguno de los dos dijo nada como por
dos minutos.
—Fue tu culpa.
Él no entendió lo que
eso significaba, luego ella añadió:
—Fue tu culpa que Jacob haya muerto.
Rafael sintió otro
golpe, esta vez en el pecho. ¿Qué había dicho?
Ella levantó la
mirada, sus ojos estaban enrojecidos y el maquillaje se le había corrido por
las lágrimas.
—¿Q-Qué?
—Ya me oíste, ¡por tu culpa Jacob está muerto!
—¿Mi culpa?
—¡Tú le compraste ese bendito auto!
—¡USTEDES DOS ME ROGARON PARA QUE LES
COMPRARA ESE PUTO AUTO! O qué, ¿ya no recuerdas cuán agradecida estabas conmigo
esa noche?
—¡Oh, por qué no te vas a la mierda!
La cabeza le daba
vueltas a Rafael, ¿nada tenía sentido? Ellos habían tenido cientos de peleas en
sus treinta años de matrimonio (quién no), peleas estúpidas y sin sentido; la
mayoría en los días del mes en que ella se sentía indispuesta, luego, cuando eso de la menstruación se acabó para
ella, él creyó que todo mejoraría. ¡Qué mal estaba!
—¡Cómo
te atreves a insinuar que yo tuve algo que ver con su muerte! ¡Yo no le compré
el licor! ¡Yo no lo reté a esa estúpida carrera! ¡YO NO LO MATÉ! Y si lo dices
de nuevo—
—¡QUÉ!
—dijo ella caminando velozmente hacia él. Le salía saliva espumosa por la boca.
—¿O qué? ¿Me golpearás? Acaso me vas
a—
Rafael
la abofeteó, no, la golpeó. La golpeó como golpearía a un ebrio en un bar que lo ha estado provocando toda la noche
(hablando mal de su querida esposa tal vez) y ella retrocedió poniendo ambas
manos en su mejilla derecha, sangre salía por las comisuras de su boca. Rafael
cerró la puerta y se acercó aún más.
Ella
lo miró como un cachorro aterrado.
—Sabes…lo bueno de saber que él está
muerto es saber que puedo dejarte sin la más mínima preocupación. —le dijo
Rafael, su puño seguía cerrado. Su rostro estaba en llamas.
—Ojalá hubieras sido tu —le dijo ella con voz quebrada (tal
vez con varios de sus dientes revolviéndose dentro de su ensangrentada boca)
Ese fue el tercer
golpe y Rafael pensó que sus rodillas cederían y lo harían caer humillantemente
frente a ella. Tomó las llaves y salió en busca de su auto.
***
¿Cuán
rota había estado su mente en ese entonces?
El corazón le ardía y
sentía que su cabeza estaba llena de bombas.
Miró el auto por quién
sabe cuánto tiempo. Era suyo, él lo había comprado, pero al mismo tiempo no era el suyo.
Rafael, como muchos hombres al llegar a
los cuarenta, había tenido una crisis de edad. Había pasado por una terrible
enfermedad que casi lo mata y luego había sufrido un accidente igual de
horrible. Pero había vivido.
Su
hijo Jacob no era el mejor estudiante (ni siquiera el mejor hijo) pero él no
era ningún estúpido que compite en carreras clandestinas. Bebía, claro, era lo
que todos quieren al cumplir dieciocho. Pero no era estúpido. Aún si hubiera
aceptado el reto de correr por aquella avenida a las tres de la mañana, él no
habría ido a chocar contra una pared que ni siquiera tan cerca de la curva así
de fácil. No, él no era tan estúpido.
Su
esposa había empezado a gritar dentro de la casa, estrellando todo tipo de
cosas. “Si va y rompe la computadora la
mato” pensó.
Seguía mirando el auto
parqueado.
¿Cuándo
había sido la última vez que lo había manejado?
No desde la fractura
de espalda, no soportaba el asiento. Pero—
¡Ese no es el color!
Su mente volvió al
pensamiento de la crisis de edad, ¿qué crisis?
¡La crisis que te hizo comprar no uno sino dos autos
completamente nuevos!
¡Dos autos casi iguales…excepto por el color!
Tu otro auto ya estaba
muy viejo, y probablemente no usarías el nuevo pero ese auto extra fue mejor
que cualquier viagra que pudieras haber tomado.
“No, eso no…”
Jacob tampoco era el
más responsable, por lo que esa noche, cuando más necesitaba de su auto,
resultó que no tenía gasolina. ¡Pero sorpresa! Papi tenía el tanque lleno pues
jamás usaba ese auto.
En ese momento las
rodillas de Rafael por fin cedieron y el cayó en el duro pavimento. El dolor de
su espalda había vuelto.
“Bebía mucho esos días, sí, pero era para evitar el dolor”
“¿Cuán confundido estaba realmente esos días?”
“Vi las fotos del auto retorcido…lo vi, pero no me di cuenta
que era el mío…y mi esposa nunca dijo nada. ¡Ella estaba muy ocupada
culpándome!”
No podía respirar bien,
su garganta estaba sellada y un cable de púas apretaba sus entrañas. Lo
entendió todo.
Su esposa lo miraba
desde la puerta.
***
—Policía estatal, ¿cómo puedo ayudarle?
—S-Sí, por fa-favor, mi-mi esposo—
***
Rafael se sentó en su vieja
pero confiable silla (la única en la que no sentía dolor) y encendió la computadora.
Normalmente esperaba
un día para imprimir los libros que terminaba, pero ¿para qué esperar?
Se quedó sentado con
los ojos cerrados, escuchando el sonido de la impresora mientras sacaba poco a
poco las hojas calientes y repletas de palabras. Su teclado estaba empapado con
lágrimas.
La impresora se detuvo finalmente y la
casa se quedó en silencio. Rafael se levantó (su espalda le recordó otra vez
que jamás podría disfrutar del clima frío otra vez) y caminó hacia la otra
mesa.
Ese era el libro más
grande de todos. Leyó El fin una y otra vez, su ceño fruncido como si no entendiera lo
que era. Más lágrimas cayeron sobre el papel.
Sujetó las hojas con un hule y metió el
manuscrito cuidadosamente en una maleta. Fue al garaje y se subió a su viejo
pero confiable auto.
“¿No olvidas algo?” le dijo la anciana musa.
—Te odio, ¿lo sabes verdad?
“Mejores
escritores me han dicho eso”
Ambos rieron.
***
—Listo. —dijo mientras acomodaba el
cadáver en el asiento del copiloto.
Se quedó mirando el rostro de su esposa,
lleno de moretones y rasguños. El cabello enmarañado excepto por donde la había
golpeado, ahí el cabello estaba pegado y empapado con sangre y líquidos que habían escurrido del
agujero.
Eran las siete en
punto cuando arrancó y se fue.
***
Juana Simbi, la
representante de Rafael, veía televisión cuando escuchó el timbre, dos segundos
después oyó la horrible explosión de un motor arrancando con un escape en mal
estado. Cuando el sonido del auto se alejó, Juana abrió la puerta. Un pequeño maletín
plateado estaba en su pórtico. Sobre él había una nota.
El fin, se acabó. ¡Lo logré!
Abrió el maletín y vio
el manuscrito. Debajo del título del último libro, una carita feliz la
saludaba. Ella sintió una enorme tristeza.
***
El periódico publicó
la noticia el día siguiente:
“Famoso
escritor de la localidad se estrella contra un poste eléctrico. Iba a una
velocidad excesiva aunque no se determinó que estuviera ebrio. Su esposa,
Renata, quien iba junto a él y que no llevaba puesto el cinturón, falleció por
múltiples fracturas.
Esta noticia…”
***
“No eres el mejor autor…pero sin duda eres el más resistente”
Rafael sonreía como
podía, rodeado de yeso y cables.
No podría hablar por
un buen tiempo (mucho menos moverse o ir al baño) pero eso estaba bien. Tenía
su imaginación. Su mente estaba rota otra vez y apenas y recordaba lo que había
pasado.
Durante esos largos
meses de recuperación, Rafael se dedicó a escuchar las incontables ideas que su
anciana y molesta musa le susurraba al oído. Escuchaba con una increíble
paciencia y nunca pensó que esa rasposa voz le traería tanta calma. Más que
cualquier medicina.
“Cuando salga de aquí…escribiré tanto que mis dedos se caerán…”
Y como si nada pasó el
tiempo.
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