Cuando cae la lluvia
Todas las puertas
estaban bien cerradas, eso era obvio, aun así, en su desesperación trataba de
abrirlas girando las perillas con violencia.
Nada.
La presión en su pecho
aumentaba cada segundo como si una navaja colgara en medio de su corazón.
“¡Por
favor!” gritaba viendo hacia las ventanas. Los cristales eran opacos pero
él bien sabía que los moradores de esas casas lo estaban observando. Nadie
haría nada.
Corrió torpemente
hacia otra casa e hizo lo mismo; giró la perilla en todas direcciones, somató
la puerta con la fuerza que aún fluía por sus músculos, vio hacia las ventanas
y luego simplemente dio pasos tambaleantes hacia atrás en medio de la calle.
Sus ojos estaban apuntaban al cielo que se nublaba más y más.
Enormes nubes negras parecían
tragarse todo como si fueran deidades de otra dimensión.
“Por…fa-fa-voooor”
Cayó de rodillas
sintiendo como las pequeñas piedras se incrustaban en sus rodillas. Miró una
vez más a las ventanas y en su mente eran los ojos indiferentes de bestias de
piedra y madera.
Una gota de agua cayó en su frente y
rodó lentamente por su mejilla.
“¿Por qué no
podemos ayudarlo?”
preguntó el pequeño de cabello rojizo parado junto a su anciano padre.
“Porque
él rompió las reglas”
“Pero,
podríamos ayudarlo de todas formas, ¿no es así?”
“No, si lo
ayudamos entonces nosotros moriremos con él, y eso no haría ninguna diferencia
para él al final, ¿no es así?”
El pequeño no dijo
nada, él no quería estar viendo por la ventana mientras la lluvia arreciaba.
Odiaba esas nubes negras, siempre parecían moverse a voluntad y cuando las veía
directamente casi podía ver rostros en ellas. Rostros completamente
desquiciados.
La lluvia se detuvo
media hora después de que aquel hombre dejara por fin de gritar.
Pedazos de sus ropas
yacían empapados en medio de la calle, carcomidos por pequeñas bocas. Cientos
sino miles de pequeñas bocas con dientes afilados.
Las nubes se alejaron,
satisfechas con el sacrificio. Nadie salió por un buen tiempo, no hasta que
estuvieron seguros que las calles estaban secas.
Nadie quería salir y
pisar un charco de esa agua, por más pequeño que fuera, porque había cosas en
esa ella. Miles de cosas con dientes filosos y ¡Oh siempre sedientas de sangre!
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