Vendiendo shucos.




Juan Fernando miró su reloj y vio que eran casi las seis de la tarde, aunque eso era fácil de adivinar sólo con ver el color del cielo. Se sentó en su banquillo plástico de color rojo y se puso a contar sus «ganancias». No contó nada realmente.
            Miró la parrilla con el carbón casi apagado. Revisó los trastos en donde tenía las salchichas, el guacamol y el repollo. Todo estaba casi intacto, pensó que el repollo aguantaría para mañana pero el guacamol ya se estaba poniendo negro y feo.
Observó ambos lados de la calle y sólo vio unas cuantas personas que pasaban a lo lejos, algunas de ellos llevaban grasosas bolsas de hamburguesas en sus manos. «Carajo» pensó mientras se preparaba un shuco.

—Si nadie quiere pues me como yo todos—dijo indignado.
Mordió el pan sin ganas y se quedó mirando sus zapatos. Sus calcetines empezaban a asomarse por un pequeño agujero en la punta del zapato derecho, el izquierdo tenía la suela casi desecha y el agua siempre se colgaba. «¿Es esta la vida que voy a llevar siempre?» pensó mientras una gota de mezcla de salsa y mayonesa caían en el pavimento. Ahí oyó que le hablaban.

—Buenas…—le dijo el hombre que estaba parado frente a la carreta.
Juan Fernando salió de su trance y se puso de pie tan bruscamente que tumbó el banquillo plástico.

—Si, si, que tal…buenas…—respondió mientras ponía su shuco a medio comer bajo el mostrador, al lado del canasto donde guardaba el dinero.

—¿Qué le doy mi buen don?—le dijo y entonces pudo ver mejor al hombre frente a él. Bueno, no pudo verlo realmente; el tipo tenía puesto un velo negro que cubría más de la mitad de su rostro. Lo único que Juan Fernando pudo ver fueron sus labios delgados y unos dientes bastante blancos.

—Sólo quiero un…uh…¿emparedado?—el hombre tenía una capucha negra de nylon sobre lo que parecía una camisa blanca formal. No había ni una seña de que iba a llover, aunque la capucha negra no era lo más extraño de aquel tipo.

—Un shuco, sí, veo que no es de por aquí—le dijo y de inmediato añadió—¡perdón! No lo digo por su…lo digo porque, eeeh, nosotros les decimos shucos…perdón no quería sonar…

El hombre con el velo negro sonrió y levantó una mano para que dejara de hablar, no parecía molesto, parecía más bien entretenido. Aunque ya que no mostraba la cara no era fácil adivinar cómo se sentía.

Juan Fernando no podía dejar de fijarse en esos dientes tan blancos y perfectos. No sabía si eso lo perturbaba más que aquel trozo de tela negra. «¿Vendrá de algún funeral?» pensó, pero lo que él sabía, los hombres nunca usaban velo en los funerales. Sí, era obvio que el tipo era extranjero.

—Un shuco entonces, lo quiero simple, nada más la salchicha y el pan. No quiero ninguna salsa o cebolla o lo que sea aquello—el hombre hablaba como si recién hubiera aprendido a hablar español. Sus dientes parecían estar tan juntos que casi eran uno solo. Un único diente que se extendía por toda la encía arriba y abajo.

—Si, si, como guste—Juan Fernando sacó una salchicha medio fría y la puso en la parrilla, sacó un pan que tieso y preparo aquel simple «emparedado».
«¿Le pregunto o no le pregunto?» pensó, «No, mejor no, tal vez usa el velo por algo que le pasó en la cara, no, no le preguntaré»

—Y…¿usted de dónde es?—le preguntó mientras le daba su pan seco con salchicha. Por un instante pensó que no había nada bajo el velo, sólo un agujero vacío sin rostro. No pudo distinguir la silueta de una nariz bajo la tela.

El hombre del velo mordió el pan y tragó sin masticarlo. Pareció no haber escuchado la pregunto y Juan Fernando no se atrevió a preguntar de nuevo.
El tipo se acabó el pan en tres mordidas. A pesar de que el viento había soplado con fuerza un par de veces, el velo sobre su rostro permaneció quieto y lúgubre. Se sacudió las migajas en su capucha y sonrió de forma un tanto maligna.

—Bien, eso estuvo muy rico, tal vez venga mañana si usted va a estar aquí otra vez—le dijo a Juan Fernando quien lo miraba con cara de pendejo. Sonrió otra vez, dio la vuelta y empezó a caminar como si nada.

—¡Hey!...¡oiga, señor!—le gritó Juan Fernando. El hombre siguió caminando como un penitente.

«¡Mierda!»
—¡Señor! Son cinco quetzales…—apenas dijo las últimas palabras. Pensó que era mejor que el tipo se fuera, además, le había dado un pan más tieso que tostado con una salchicha que no se había calentado ni un poco. Era justo que se lo «regalara».

Miró al final de la calle, el hombre ya no estaba. Imágenes del Diablo y la muerte inundaron su confundida cabeza, se persignó aunque no era católico pensando que eso lo ayudaría si en verdad aquel tipo era una especie de ánima o ser maligno.

«Mierda, mi única venta del día y salió gratis, ¡oh, y miren, ahora se me cayó el almuerzo!» se agachó para recoger la regazón en el suelo y ahí vio que sus zapatos negros y agujereados eran ahora tan finos y brillantes como los de un chofer de limosina.
Juan Fernando se quedó boquiabierto mientras miraba su reflejo en las puntas brillantes de sus «nuevos» zapatos.
            Se enderezó. Su cara estaba pálida y adormecida. Levantó el banquillo plástico y se sentó. Miró el canasto donde, minutos atrás, sólo había tenido unas tres monedas, pero ahora había tres billetes de cien que parecían recién impresos. Lleno de terror, se persignó una vez más.
            En ese instante, empacó sus cosas, tomó el dinero (pensó en romperlos pues ese era dinero «malo» al igual de sus zapatos, pero decidió conservar todo) y se fue arrastrando su vieja carreta por aquellas calles solitarias.
            Esa noche rezó y rezó pidiéndole a Dios que lo salvara si en algún momento y si de alguna forma le había vendido el alma a aquel hombre. «¡Sólo le regalé un shuco!» repetía pensando que Dios tomaría eso en cuenta.

Se prometió buscar otro lugar en donde vender sus shucos. ¡No volvería a esa calle!

Al día siguiente, Juan Fernando estaba en esa misma calle, vistiendo sus zapatos negros y lustrados, y con los mismos billetes en el canasto.
            Le pedía a Dios que lo protegiera, pero al mismo tiempo en su interior deseaba que aquel hombre llegara a comprarle a su carreta otra vez. No le vendería su alma, ¡no, eso jamás! Pero si había recibido tal recompensa solo por darle un shuco seco y medio frío a aquel hombre con velo, ¡imagínense si le «regalo» uno de «buena calidad»!
            Juan Fernando sonrió mientras contaba sus billetes una y otra vez y mientras evitaba que le cayera salsa en sus zapatos.
Empezó a soñar con hacerse millonario. Un shuco a la vez…

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