Helena no quiere morir


Nuestras vidas están marcadas por eventos tan grandes, que a veces creemos que no podremos vivir algo mejor o peor. Encontrar el amor de tu vida parece ser lo mejor que te puede pasar, formar una familia con esa persona es aún mejor. Por otra parte, ver que tu hijo está al borde de la muerte y tú no puedes hacer nada para ayudarlo es terrible y verlo perecer al final es mucho, mucho peor.
Aunque, si me preguntan, ahora creo que a veces...la muerte es lo mejor.

El día que nació Helena fue un día brillante, de verdad, habíamos estado teniendo lluvias torrenciales por más de dos semanas, y ese día no cayó ni una sola gota de agua. A pesar de haber nacido prematuramente, tuvo un peso saludable y no duró mucho en la incubadora. Mi esposa pasó mucho tiempo sintiéndose culpable por lo que había pasado, ella creía que no se había cuidado lo suficiente y aunque era obvio que Helena iba a vivir, ella seguía culpándose. Creo que siempre lo hizo.

Helena creció como cualquier otra niña, jugaba y lloraba con una energía que parecía inagotable, también parecía ser más abundante en los momentos en que ambos nos sentíamos más cansados. Pero ella era nuestra hija, y siempre buscábamos la manera de mantenerla feliz.

El día en que esa terrible enfermedad cayó sobre ella, ella tenía ocho años. A un principio no parecía más que una simple gripe, una ligera fiebre y algunos mareos. Pero entre más pasaba el tiempo, más nos dábamos cuenta de que ella estaba grave.
    Los doctores nos recetaron toda la medicina que podíamos darle con esperanza de salvarla. A veces parecía funcionar, pero luego ella volvía a caer en esas infernales fiebres hasta que sus ojos se volteaban hacia arriba y sólo podías ver la parte blanca de ellos. Cuando las convulsiones aparecieron, yo empecé a dormir en su habitación, en un pequeño colchón. Mi esposa siempre parecía estar al borde de la histeria, su cabello se fue tornando blanco muy rápidamente y siempre estaba despeinada. A veces me preguntaba si no la estaba perdiendo también.

Empecé a dormir tan poco que temía que un día iría caminando por la calle y simplemente me apagaría y quedaría tendido en el pavimento. Las fiebres de Helena subían y bajaban y luego subían aún más.
Finalmente llegó el día en que ambos esperábamos que muriera.

¿Soy un mal padre si digo que la idea de que mi hija muriera parecía ser más un alivio que una tragedia? Lo pensé a un principio, pero ahora me doy cuenta de que a veces la muerte no es algo horrible, a veces es la mejor de las curas para una vida insufrible.
    Mi esposa había estado con ella desde muy temprano, le había cantado docenas de canciones de cuna aunque no creo que ella podía escucharlas. Helena había despertado muy pocas veces, la mayoría del tiempo ella murmuraba cosas sin sentido mientras sus ojos se movían rápidamente bajo sus párpados. Su largo cabello negro se veía tan fino como las viejas redes de una araña.

Mi esposa bajó ese día mientras yo estaba en la cocina, sus ojos parecían brillar como si hubiera descubierto la cura para aquella horrible enfermedad.

-¿Qué pasa? ¿Acaso...?
-No - dijo ella tratando de tomar un sorbo de agua pero sus temblorosas manos lo hicieron imposible.
-¿Qué pasa entonces? - le dije sintiéndome algo aterrado por su mirada.
-Ella no quiere morir - susurró mi esposa como si no quisiera que nadie más oyera, pero éramos los únicos ahí.

-¿Qué? ¿No, no te entiendo?

-¡Helena no quiere morir! - gritó y levantó los brazos como adorando a Dios. "El mismo Dios que tiene a mi hija así" pensé.

-¡¿Qué carajos me estás diciendo?! - le grité tomándola por los hombres.

-Ve a ver... - me dijo y su mirada me hizo soltarla como si estuviera hablando con una lunática.

Subí las escaleras tratando de no caerme pues mis piernas se sentían frágiles. La habitación de mi Helena estaba al final del pasillo, una opaca luz se veía por debajo de la puerta.

-¿Helena? - pregunté sabiendo que ella no me respondería, estaba seguro de que mi pequeña había muerto ya. Debía haber muerto ya.

-¿Papi? - dijo una voz muy suave.

Mi corazón se detuvo y abrí la puerta completamente. Miré hacia la cama y sólo vi las sábanas revueltas y empapadas de sudor, a lado de la cama estaba la mesita de noche repleta de medicamentos.

-Papi - dijo la voz otra vez, y supe que venía del rincón.

Ella estaba parada al lado del armario que estaba cerca de la ventana. Habíamos mantenido la ventana cerrada pues el clima se había vuelto muy frío. Pero ahora la ventana estaba abierta y el viento helado soplaba directamente sobre mi hija, meciendo su fino cabello.

-¡Helena! - grité y corría hacia ella, mis piernas finalmente cedieron y caí de rodillas frente a mi hijita. Su rostro estaba muy demacrado y apenas podía ver sus ojos rodeados de aquellas ojeras tan negras.

-¡Dios! ¡pero qué has hecho! ¡cúbrete! no ves el frío que hace! - le dije, pero ella no parecía sentir frío.

-Tengo calor - me dijo lo cual no comprendí porque al tocar sus mejillas y manos, lo único que sentí fue la gelidez que debe tener un cadáver. "¡Calla!" me dije a mi mismo por pensar tan horribles palabras. La cubrí con toda la ropa que pude encontrar y la llevé de vuelta a su cama. Mis manos temblaban con fuerza y varias veces tuve que frotar mis ojos que estaban llorosos.

-Papi... - me dijo mientras yo cerraba la ventana.
-¿Si, querida? 
-No quiero morir.
-No, no lo harás, querida. ¡No lo harás!

Mi esposa subió poco después y observamos juntos como nuestra hija dormía, no había rastros de fiebre o sudor, sus ojos no se movían rápidamente bajo los párpados, sus labios no se retorcían como si quisiera hablar y no pudiera. Helena dormía tranquilamente como cualquier niña.
    Ella no moriría esa noche.

A los pocos días nuestra pequeña se sentía con ganas de querer salir a jugar, el clima aún estaba muy frío por lo que no quisimos sacarla tan rápido. Mi esposa se encargaba de cuidarla mientras yo trabaja turnos dobles para poder pagar la medicina que debíamos.
Después de una semana, Helena nos convenció de que se sentía bien y quería jugar afuera aunque fuera un rato.

 -Vamos, el aire le hará bien - dijo mi esposa, ambas se habían acercado mucho más. Antes de la enfermedad, mi esposa siempre había mantenido cierta distancia, como si creyera que ella podría quebrarla como una muñeca de porcelana. Ahora eran inseparables.
-Muy bien, media hora nada más, después de las cinco el viento se pone más frío aún - les dije preparándome para ir a trabajar. Ambas me dieron una gran sonrisa y salieron.

Las vi jugar por un rato. Helena corría como un conejo y mi esposa la perseguía riendo abiertamente. De repente ambas se detuvieron a ver algo en el suelo, no pude ver qué era, pero ambas veían hacia abajo como si hubieran visto un animal muerto o encontrado una moneda de oro. Me acerqué algo preocupado y vi como mi esposa recogió lo que sea que había estado en el suelo, lo envolvió con su pañuelo y tomó la mano de Helena.

-¿Qué pasó? - les dije sonriendo -¿Hallaron una moneda de oro o qué? 

-Es que-

-¡Era mi arete!, nos llamó la atención lo parecido que era al mío, ¡que tontas! nos tomó un rato darnos cuenta que era en realidad uno de los míos.

Si ustedes hubieran visto a mi esposa en esos días, hubieran entendido por qué no pensé que algo andaba mal, mi esposa resplandecía como nunca lo había hecho, ni siquiera cuando supo que estaba embarazada.

-Muy bien, entonces no tendré que comprarte unos nuevos. Dios sabe que no podremos ni comprar calcetines por un tiempo - ambas rieron con lo que dije. Aunque lo que dije era cierto.

-Bueno, ya me voy, vayan adentro, ya es muy tarde.

-Te amo papi - me dijo Helena y me incliné para darle un beso en la mejilla. El viento de la tarde la tenía helada.

Me levanté y besé a mi esposa, ella temblaba bajo su enorme abrigo.

-Te amo - le dije al oído.

-Yo también - me contestó, tomó la mano de Helena y ambas caminaron de vuelta la casa.

Mi esposa tenía puestos ambos aretes.




Helena dejó de pedir que la dejáramos jugar afuera, pasaba el día mayormente en su habitación, siempre acompañada de su madre. Yo jamás había trabajado tantas horas como lo hice durante esas dos semanas, las pocas horas que me mantenía en casa las pasaba durmiendo, a pesar de que no compartía mucho con ellas (lo cual me atormentaba a veces) la casa nunca se había sentido tan alegre. Mi esposa reía todo el tiempo y cuando llegaba exhausto en las noches, siempre encontraba un plato de comida caliente en la mesa. A veces escuchaba a mi esposa leyéndole un cuento o meciéndola con una de sus muchas canciones, siempre con la puerta de la habitación cerrada. Todo estaba bien, creo que por eso nunca me preocupó el hecho de que Helena no salía tanto de su habitación. Debí haber sabido mejor.

El sonido de mi esposa vomitando me despertó aquella tarde, eran fuertes sonidos como alguien que se asfixia y que poco a poco expulsa lo que está obstruyendo su garganta.
Aturdido, me quedé un rato acostado y con los ojos bien abiertos, escuchado a mi esposa vomitar en el baño, tratando de comprender lo que pasaba por alguna razón. Finalmente pude sentir el olor. Era un aroma rancio y nauseabundo y que parecía salir de las paredes.

Me levanté y al salir al pasillo escuché que mi hija estaba llorando en su habitación.

-¿Querida? - le dije a mi esposa que seguía vomitando fuertemente en el baño.

Ella salió de inmediato y ahí me di cuenta de lo demacrada que estaba. ¡Ella había dejado de comer y yo no me había dado cuenta!

-¡¿Qué pasa?! ¿Estás enferma? ¿Por qué llora Helena? - le dije poniendo mi mano sobre su frente que estaba tibia. La razón de su vómito parecía ser causado por aquel horrible olor que se hacía más fuerte entre más despierto me sentía.

-No-no es nada, sólo me sentí un poco mal, debió ser algo que comí. Debo ir con ella, debo-

-Yo iré, tú descansa - le dije y su rostro se tensó como si le hubiera dicho algo horrible.

-¡No! ¡Yo iré! Tú-Tú - entonces ella cayó y apenas la pude sostener.

Algo estaba muy mal; el olor, la condición de mi esposa, el llanto de mi hija. "Los aretes..." pensé de repente y aunque no entendí qué quería decirme ese pensamiento, supe que tenía que subir a la habitación de mi hija.

-¡Helena! - dije en voz alta y mi esposa trató de sujetarme pero sus débiles manos sólo pudieron rozar mi manga.

-¡No! - la escuché gritarme, pero yo ya estaba subiendo las escaleras.

-¿Helena? - los llantos se habían detenido y al estar parado frente a su puerta sentí el aroma que había hecho vomitar a mi esposa. El seguro estaba puesto.

-Hija, abre la puerta.

-No quiero morir... - susurró.

-¡Hija, abre la puerta ahora! - le grité mientras somataba la puerta con mi puño.

-¡Noo! ¡Déjala! - gritó mi esposa subiendo lentamente las escaleras. Mi cabeza estaba dando vueltas tanto por el espantoso olor que impregnaba la casa como por la frustración de no saber qué pasaba.

-¡Cállate!, ¡Helena, abre esta maldita puerta o la tiraré a patadas! - estaba desesperado, jamás había gritado así, pero no sabía qué más hacer.

-¡No moriré! - gritó ella y entonces empezó a toser.

Empecé a patear la puerta y pude escuchar ligeros crujidos mientras la madera empezaba a partirse. Mi esposa gritaba y lloraba a mi lado tratando de detenerme, se veía tan anciana en ese momento con su cabello más blanco y aún más despeinado. Había estado tan ocupado que no me dí cuenta que ella estaba matándose.
    A pesar de mis golpes, la puerta no se partía, hice a mi esposa a un lado y fui en busca de mi rifle. Los ojos casi se le salen de las órbitas cuando vio semejante arma en mis manos, ahí noté como su mugrienta blusa estaba manchada con vómito.
    La hice a un lado nuevamente y con el mango del rifle golpeé la perilla y esta se partió dejando un enorme agujero en la puerta. Helena seguía tosiendo. El olor era sofocante.

-¡Noo-oo! Dé-Dé- - mi esposa cayó de rodillas a mi lado, llorando como un alma en pena. Yo me quedé parado en medio de la habitación, viendo el esperpento que yacía de rodillas en la cama.

-He-He-Helena - le dije al cuerpo desfigurado que me miraba desde la cama.

-Papiiiii, ¡No quiero morir! - dijo ella poniendo sus brazos al frente en una señal de desesperación.

La mitad de su rostro se había ido dejando a la vista la mitad del cráneo. La otra mitad de la cara seguía ahí, a penas. Mis manos se aferraron más al rifle mientras intentaba comprender lo que veía, Helena me miraba con unos ojos aguados cubiertos por una fina tela blanca y lechosa. Su cabello se había caído completamente y unas feas manchas oscuras se extendían sobre su cuero cabelludo. Sobre la mesita de noche había una peluca negra y varios carretes de hilo.
    En su mano derecha hacía falta un dedo y ese dedo estaba en el suelo, tenía pedazos de hilo negro que no había podido sujetarlo en su lugar.

-El arete - le dije a mi esposa, estaba tan furioso y espantado. Ella lloraba en el piso con su cabello cubriéndole el rostro.

-Papiiii - dijo Helena sollozando y una ola de peste me golpeó en la cara, sus labios eran los de una anciana y la piel apenas y podía estirarse.
Me acerqué poniendo el rifle en el suelo y miré a mi querida Helena a la cara, aquellos ojos aguados apenas y se sostenían dentro de las cuencas. La piel en su delgado cuello parecía estar pelándose como la pintura vieja de una pared.

-¡No quiero morir! - me dijo y tuve que contener la horrible necesidad de vomitar. Sus dientes se habían caído y las encías y lengua tenían un espantoso color negruzco. El aliento era lo más rancio que he olido en mi vida.
 
-Helena, mi amor, mi vida. ¿Por qué? - intenté respirar por la boca, aún así el aire parecía espeso y tóxico. Un líquido amarillento brotaba lentamente fuera de sus ojos y nariz.

-Estuve ahí, papi. Vi la oscuridad y vi la luz, pero no había nadie. Estaba sola y no me gusta estar sola, así que me negué a caminar y entonces desperté y ¡me sentí mejor!. ¡No quiero morir! papi, no quiero estar sola. Quiero estar con ustedes y jugar. - Helena cerró el único ojo que aún tenía párpado y puso su mano sobre la mía. ¡Era tan gélida!

-Querida, debes morir. - hablar y respirar era difícil pues no quería oler ese pútrido aroma ni un segundo más -A tu mamá y a mí nos duele, pero así lo quiere Él, y -

-¡NO! ¡NO NO NO NO NO NOOOO! - gritó y podía notar lo difícil que le resultaba respirar, vi como trataba de mantener todo adentro.

-No estarás sola, querida - dijo mi esposa con una increíble tranquilidad, no entendí lo que quería decir realmente en ese momento.

-Lo siento papi, no quería...esto -ella miró con vergüenza sus retorcidas manos. Mi pequeña, ella no merecía nada de lo que le estaba pasando. ¿Acaso algún niño lo merece?

-No, Helena, no es tu culpa, nunca lo fue, ve tranquila hija. Te amamos. - mis palabras pinchaban mi amarga garganta como un puñado de agujas.

Helena soltó mi mano y se recostó.

-¿Me dejarán sola? - preguntó, aquel ojo pelado nos miraba con un miedo profundo.

-No, mi amor. No te dejaremos nunca - mi esposa parecía haber recobrado la cordura y parecía tan llena de paz. Ambos nos inclinamos y besamos su helada mejilla.

-Debes morir Helena. Debes dejarnos.

-Los quiero. - nos dijo y entonces dio su último suspiro.

Su cuerpo colapsó finalmente, fue como si los huesos hubieran estado unidos por una especie de pegamento y cuando ella finalmente murió todos ellos se soltaron.
Mi pequeña había muerto finalmente.



No creo que haya algo en los libros de medicina que pueda explicar todo esto, de todas formas yo no busco explicación. Ya no siento rencor contra Dios por haberme quitado a mi hija, creo que al final eso era lo mejor, aunque nunca podré entender por qué eligió soltar aquella fatal enfermedad sobre ella para empezar. Pero no soy el primer hombre que cuestiona las acciones de Dios y no seré el último.
    Mi amada esposa ha muerto; murió una semana después del funeral de Helena; al funeral de ambas asistieron sólo unos cuantos familiares y en ambas ocasiones los ataúdes estuvieron cerrados. Nadie hizo preguntas y nadie mostró curiosidad por saber lo que pasó, me alegra, no quería hablar de la muerte. No quiero pensar en ella por lo que queda de mi vida.

¿Qué me queda por hacer en esta tierra?
Supongo que me mudaré al campo, viviré de la tierra y me alejaré de todo. Venderé esta casa y de ella sólo me llevaré los recuerdos de los dos amores de mi vida. Lo material pueden quedárselo.
    Eso no vale nada para mí.

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