Nunca me dejés entrar.
NUNCA ME DEJÉS ENTRAR...
La herida que queda después de perder a un ser amado puede tardar en curarse. Pero ¿Y si la persona que creiamos haber perdido para siempre sigue viniendo a nosotros? ¿Y si ya no es lo que era? ¿La dejarías volver a tu vida? ¿La dejarías entrar?
«Ella
sigue viniendo» le dije al doctor Ruano.
Él
me miró con sus mismos ojos inexpresivos. Usaba unos gruesos lentes y a veces,
para aumentar mi ya existente horror, la luz que entraba en el consultorio le
daba en los lentes y parecía revelar una criatura sin ojos. Sin cara.
«¿Sigues
soñando con ella, hu?
Mi
cuerpo estaba en llamas de repente, sentía el calor envolviéndome desde las
puntas de mis pies hasta mi calva cabeza. Pensé que el diván negro sobre el que
estaba recostado se quemaría conmigo. ¡Estaba furioso!
«¿Sueño?
¡SUEÑO! ¡Ya le dije todo y usted sigue diciéndome que todo es un maldito sueño!»
El
doctor Ruano no dijo nada, en un segundo estaba viendo su rostro fino y
calmando y al siguiente no veía nada más que una superficie plana, sin ningún
rastro humano.
«Lo
siento, no quise sonar incrédulo, sé que estás pasando por mucho. Me disculpo,
ahora por favor siéntate. Cuéntame lo que pasó»
Suspiré tratando de que el ácido en mi
garganta bajara de nuevo a mi estómago. No quería contarle nada más, él ya
sabía todo. De todas formas me senté en ese estúpido diván, por un momento
pareció que el diván se hundía más y más. Me vi, por un segundo, asfixiándome
en aquel mueble mientras el doctor Ruano seguía escribiendo es su pequeña
libreta.
«¿Qué
quiere que le cuente?» le dije.
«Todo»
dijo él.
«Más
le vale que empiece a darme soluciones, no le pago para que me escuche nada
más»
Él
asintió. Sus ojos se veían enormes detrás de esos gruesos cristales. Inhumanos.
Las pastillas que usted
me recetó habían funcionado finalmente, mi cuerpo yacía quieto en mi cama y no
recuerdo haber tenido ningún sueño. Estaba flotando en un mar sereno y claro.
Todo estaba bien.
Entonces escuché el Toc, Toc, Toc en mi puerta y desperté de inmediato.
Pensé que me había
orinado pues todo estaba empapado, pero más bien parecía sudor, mi ropa estaba
mojadísima como si tuviera la peor de las fiebres. Me quedé con los ojos bien abiertos y sin moverme mucho, mi
cama rechina horrible y no quería que nadie me escuchara.
Pensé en estirar el brazo
y encender la lámpara en la mesita de noche, pero no lo hice, supuse que el
brillo se vería por la rendija debajo de la puerta y…bueno ya sabe que
cualquiera que estuviera ahí afuera se daría cuenta de que yo estaba despierto.
Además con el terror que sentía no creo que hubiera podido levantar mi brazo.
Era como si cien manos me tuvieran sujeto a la cama.
Pasaron tal vez unos diez
minutos y pensé que podría volver a dormirme, ¡carajo, mis párpados se estaban
poniendo pesados otra vez! Pero entonces ella tocó de nuevo. ¡TOC, TOC, TOC!
Pánico
quería envolverme con sus cien brazos, quería apretarme hasta que mis ojos
salieran disparados de mi cara. Pero, al igual que se contiene la náusea, la
logré mantener abajo. Entonces mi madre habló:
«Mijito… ¿Estás bien?»
Puse una mano entumecida
en mi boca para callar el grito.
«Mijito…dejáme entrar. Sé que tenés miedo,
pero yo soy tu madre y haré que todo esté mejor. Vamos…dejáme entrar.
«¡Estoy bien! ¡Dejáme, andáte!»
¡Que estúpido soy! Claro
que no estaba bien, no lo he estado y no sé por qué pensé que al decirle eso
ella se iría. ¡Imbécil!
«Oooo, yo sé que no estás bien. Dejáme
pasar y te cantaré una canción, te cantaré la canción que tanto te cantaba
cuando estabas enfermo, ¿te acordás?»
Ella empezó entonces a
cantar…
Recuerdo la última vez que la vi, ella yacía en la cama de
su cuarto, eran sus últimas horas. Su frágil cuerpo no era más que un saco de
huesos; vestía su amado vestido de un tono rosa muy suave. Sobre su pecho tenía
puesta una margarita; su flor favorita.
«Mijito…» me dijo, intentaba abrir sus ojos, pero eso ya era imposible.
«Mijito,
vení mijito» Su voz no era más que un
soplido, como una ligera y débil brisa en el desierto más seco.
«Ssssh, madre, no te esforcés…descansá»
Una lágrima rodó desde su
ojo derecho por su mejilla arrugada y manchada.
«Nunca me dejés entrar»
No entendí qué quería
decir con eso. ¿Cómo podría haber sabido?
«Nu-nunca…me dejés…entraaaar»
La última palabra pareció
extenderse como si se estuviera yendo por un túnel muy largo. O cayendo por un
pozo sin fin. Quería abrazarla pero temía que sus huesos se partirían haciendo
un ruido parecido a las ramas secas de un árbol muerto. Sólo me quedé a su
lado, besé su mejilla sintiendo la humedad de la última lágrima que había
salido de ella. Ella intentó hablar de nuevo, supongo que para decirme lo
mismo, pero no pudo. Sus finos labios se abrieron y un soplido aún más débil
salió. Ella se quedó quieta.
El sol de la tarde entraba por la ventana abierta, pintando
todo de un tono anaranjado, el perfume con olor a rosas que ella había pedido
que le echara flotaba a mí alrededor como una manifestación de su alma dándome
su último adiós. Pasé una temblorosa mano por el cabello de mi madre, sintiendo
la suavidad y extrema finesa de este. Tan blanco y tan delgado.
«Adiós madre» le dije.
El
aroma a rosas desapareció por completo después de un rato, el sol también
pareció hacerlo porque lo último que recuerdo estar todavía de rodillas al lado
de mi dulce madre, ambos rodeados de una helada oscuridad…
«Desde que
yo estaba en la
pancita de mamita
tú me veías, tú me veías.
pancita de mamita
tú me veías, tú me veías.
Y cuando estoy jugando
o durmiendo en mi camita
tú me ves y nunca me dejas.
Por eso yo digo gracias Señor,
por estar conmigo
y cuidarme con amor.
o durmiendo en mi camita
tú me ves y nunca me dejas.
Por eso yo digo gracias Señor,
por estar conmigo
y cuidarme con amor.
Por eso yo digo gracias Señor,
por estar conmigo
y cuidarme con amor…»
por estar conmigo
y cuidarme con amor…»
Mi madre
seguía cantando y yo seguía llorando. Estaba aferrado a las sábanas de mi cama
como un escalador se sostendría de la soga para no caer al fondo rocoso.
«¡VÉTE! ¡TÚ NO ERES MI MADRE, NO SÉ QUE SEAS PERO
NO ERES ELLA! ¡Regresá al infierno!»
Mi voz
perdió toda fuerza en eso último, había vuelto a ser un niño asustado en la
oscuridad.
«Ooooo, mijito. Yo sé que tienes miedo,
pero no importa porque yo estoy aquí. Tu
mami está aquí y yo seguiré esperando. Esperaré a que abrás la puerta y me
dejés entrar y me dejés cuidarte. Y aun si no abrís la puerta, yo
esperaré…esperaré hasta que la puerta se caiga por sí sola. Y entraré…entraré y
estaré contigo.»
Ella empezó a reír; era una risa
cínica y cadente completamente de humanidad. Eran los gruñidos de una bestia. Los
alaridos que se escuchan en los caminos que llevan al cielo o al infierno.
Pensé
en gritarle de nuevo pero mi garganta estaba sellada, tenía una soga
alrededor…o tal vez eran las manos fantasmales que finalmente me sacarían de mi
miseria.
Ella seguía carcajeándose como un
diablo y entonces hizo algo peor.
Empezó
a olfatear debajo de mi puerta. ¡Olfatear!
Olfateaba como un perro
hambriento que ha encontrado a un conejo atrapado en una cueva. Estaba oliendo
el pútrido aroma del terror que envolvía mi cuarto, y a ella le encantaba. Y
luego rasguñó la puerta, la rasguñaba con insidia.
Mi
mente finalmente empezaba a caer en aquel pozo oscuro y silencioso. Eso estaba
bien. Las sombras que se movían a mí alrededor no eran tan frías y aterradoras
como las que se retorcían afuera de mi cuarto.
Lo último que escuché fue como
ella empezaba a cantar aquella canción de cuna, esta vez con un tono enfermizo
y maligno. Una canción de cuna del demonio. Y los olfateos…y los rasguños…y las
carcajadas.
Caí
hasta el fondo del pozo y pensé que finalmente me quedaría ahí…
Observé
al ave que volaba a lo lejos, sus suaves y despreocupados aleteos. Aquella ave
sólo se preocupaba por buscar alimento y sobrevivir a las aves más grandes.
¿Acaso tienen pesadillas los animales? No, esa maldición sólo existe para
nosotros los tan poderosos y divinos humanos.
Me reacomodé en el diván y miré al
doctor Ruano.
Pensé en
preguntarle cuál era su opinión y sobre todo qué podía hacer para ayudarme. Él
bajó su libre y dijo:
«No
puedo hacer nada para ayudarte»
Estaba a
punto de prenderme en llamas de nuevo, esta vez lo golpearía hasta dejarlo
inconsciente, si mi cuerpo no hubiera estado tan pegado al diván como para
ralentizar mi ira probablemente lo hubiera hecho. Pero algo más pasó, algo
increíble diría yo.
El doctor
Ruano se quitó los lentes revelando a un ser humano, más humano que yo tal vez,
y no un ser sin rostro y sin expresión como había creído. Sin ser amplificados
por esos gruesos lentes, sus ojos transmitían una compasión y entendimiento más
allá de lo que creí sentir. Sus ojos eran como las esferas de esos anillos que
cambian de color para revelar tu estado de ánimo. Mi ira se tornó en calma.
Fascinante.
«¿Perdón?
No entiendo cómo no puede ayudarme»
Intenté
parecer eufórico pero me sentía sedado.
«No
puedo ayudarte, y sé que eso suena terrible, lo sé. Pero te mentiría y peor aún
te haría perder el tiempo si te dijera que sí. Pensé que las pastillas que te
di ayudarían, y aunque casi lo hacen, no es lo que necesitas»
Antes de
que pudiera contestar él sacó un papel de su bolsillo y me lo dio.
«Él
te ayudará, lo sé porque él me ayudó una vez» Le mostré mi confusión y él
sonrió ligeramente.
«Eso
será una historia para otro día, si todo sale bien me gustaría seguir viéndote,
como amigos»
Yo no
dije nada y tomé el papel en su mano. Mis labios estaban pegados como con super glue y no pude darle las gracias
que quería, pero estoy seguro que mis ojos le dijeron suficiente.
Salí del
consultorio tratando de que mis piernas no se dieran por vencidas y pedí un
taxi. Mi auto estaba parqueado al otro lado de la calle, pero no creí poder
conducir en aquel estado. Varias veces creí sentir un ligero aroma a rosas en
el aire. Mi torturada y desesperanzada mente me decía que eso sólo era por una
de las floristerías que abundaban en las calles, después de todo era febrero.
Pero algo más me decía que no era eso.
El taxi
pasó frente a una tienda de armas y pensé amargamente:
«Si
este tipo no me ayuda ya sé lo que lo hará»
Me bajé
del taxi y caminé hacia la vieja y misteriosa casa al final de la calle.
El chillido de un gato me sobresaltó y
entonces corrí hacia la puerta, tocando con la agonía de un alma en pena.
Escuché un zumbido y alguien habló por el auricular pegado al timbre. Me dijo
que pasara y otro zumbido me confirmó que la puerta estaba abierta. Miré atrás
de mí y vi pasar velozmente a una figura negra y sin forma. Pensé que era el
gato de hace un rato…pero un gato no produce tal escalofrío como el que sentía
en mi espalda.
Así que aquí estoy. Esperando en la
sala de un tipo que parece ser un brujo o algo. No hay hierbas o cosas raras
colgando de las paredes, todo parece normal. Hay un título en la pared al fondo
así que creo que este tipo es serio.
«Nunca
me dejés entrar» Me dijo mi madre aquella última tarde de su vida. ¡Oh
Dios, ayúdame!
Pienso
que lo que sea que es que viene a mi puerta vendrá esta noche. Pienso en la
tienda de armas. Pienso en las guturales risas endemoniadas.
Pienso en
mi madre (la verdadera) antes de que todo se volviera nublado y trágico, su
sonrisa alegre a pesar del creciente dolor. Pienso en el aroma a rosas que
parece haberme seguido a esta casa.
«Tu mami está aquí y yo seguiré
esperando. Esperaré a que abrás la puerta y me dejés entrar y me dejés
cuidarte. Y aun si no abrís la puerta, yo esperaré…esperaré hasta que la puerta
se caiga por sí sola. Y entraré…entraré y estaré contigo.»
Eso me
dijo ella. Y tal vez tiene razón. Yo
no abriré la puerta, ¡jamás!, pero algún día esa puerta se gastará, la madera
se pudrirá y se caerá en pedazos como los huesos de un muerto. ¿Cuánto tiempo
soportará? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que la puerta ceda y eso pueda entrar?
Aquí
viene él…
¡Oh
madre, no me dejes!
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