Polvo eres...
“...Si hay algo de lo que me arrepiento es que nunca le dije que lo
quería…”
“…Ojalá hubiera apreciado más los momentos que compartimos…”
“…Siempre lo recordaremos como alguien amoroso y lleno de alegría, una
persona sumamente bondadosa y—”
Todos se quedaron en completo silencio; las ancianas con sus velos
negros y sus pañuelos empapados de lágrimas, los hombres con ojos rojos y
rostros caídos, y los niños que, en realidad no querían ni siquiera estar ahí.
Todos observaron con una confusión mezclada con demasiado horror como para
entender siquiera qué carajos pasaba.
La tapa del ataúd fue abriéndose poco a poco hasta que quedó completamente abierta.
La tapa del ataúd fue abriéndose poco a poco hasta que quedó completamente abierta.
“¡Dejen de decir esa sarta de mentiras!”, dijo Don Justo
levantándose de su ataúd como un ebrio que recién se dio cuenta que se quedó
dormido en la esquina afuera del bar. La audiencia contenía un grito ahogado.
“¡Ya dejen de decir tanta maldita mentira!, ¡Ni ustedes mismos se creen
todas sus mentiras!”, continuó el anciano difunto. Se apoyó en el borde del ataúd y como
pudo se bajó (la gente estaba ocupada viendo aquella escena como para recordar
darle una mano a un viejo). El hombre que había estado hablando (que no era más
que su revoltoso sobrino) se hizo a un lado tambaleándose como si estuviera
ante la presencia del mismo Diablo.
Cojeando, Don Justo llegó al frente, asomó su rostro pálido y gélido y
habló:
“¡De haber sabido que todos ustedes, aprovechados de mierda, vendrían a
mi funeral a hablar puras mentiras con tal de quedarse con mis bienes, que por
cierto nunca fueron gran cosa siquiera, mejor ni habría dejado un testamento!” Al fondo un par de cuerpos
desmayados (o tal vez hasta muertos del susto) cayeron con un ruido seco.
Alguien trató de decir algo pero solo se oyó un chillido como si alguien le
hubiera pisado la cola a una rata. El difunto Don Justo siguió hablando:
“¡TODOS USTEDES, SÍ, TÚ Y TÚ Y TÚ Y TÚ…—el viejo muerto empezó a
señalar con su huesudo dedo a cada uno de los presentes, incluyendo a sus
hijos, hermanos y esposa y cada uno se encogía en la silla como si la señal del
dedo los fuera a convertir en piedra o quemarlos vivos. —TODOS USTEDES NO
TENDRÁN NADA!”
Esa palabra les destapó la garganta a todos y todos empezaron a
quejarse y a murmurar como un montón de empleados a los que les acaban de decir
que no tendrán aguinaldo.
“No, no puedes hacer esto. ¡No es justo!”, dijo uno de sus nietos
(¿de quién era hijo él de todas formas?)
Don Justo no dijo nada, escupió al piso y ahí, ante todos, se convirtió
en polvo.
Hasta el día hoy, el pequeño terreno en donde estaba construida la casa
de don Justo sigue en pie. Todas sus cosas siguen ahí adentro, en el mismo
lugar (dicen que la taza en donde tomó café por última vez sigue en la pila
esperando a ser lavada). Nadie se atreve a entrar a la casa. La familia (los
que quedan) se desligó de todo lo que tuviera que ver con él. Dicen pues que
los que a pesar de haber presenciado aquella extraña escena en el funeral
decidieron ir aun en busca de sus cosas terminaron igual que el viejo. Hechos
un montoncito de polvo gris y fino como ceniza.
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