El coco.
«Fue sólo el viento», pensaba Carla mientras
trataba de recobrar el sueño que tan gentilmente la había hecho dormir desde
que llegó a casa.
Miró la venta, las cortinas se mecían suavemente.
«Fue sólo el viento» se dijo nuevamente. Cerró
los ojos y empezó a pensar en mil cosas bonitas: unicornios, arcoíris, hadas.
No es que realmente le gustaran esas cosas (para ser una niña de seis años, la
verdad esas cosas le parecían tontas, pero en ese momento le parecían lo mejor
del mundo) porque en ese momento sólo estaba rodeada de oscuridad pues la luz
de la luna que entraba por la ventana no llegaba a iluminar su cama.
Solamente el armario. El enorme armario de madera con sus enormes
puertas que se abrían hacia ambos lados. Puertas que se habían abierto de la
nada en medio de la noche.
Sí, pensar en cosas tontas pero bonitas hacían que las sombras que se
movían (o parecían) moverse en su habitación fueran menos «reales».
¡Pero oh la imaginación de los niños!
En su mente, los unicornios se tornaron en criaturas endemoniadas de
ojos rojos que parecían sangrar fuego. Abrió los ojos y las puertas del armario
crujieron otra vez, y fuese que fuera su imaginación o no, los ojos que vio en
el interior del armario la hicieron gritar. Gritó por su padre y gritó por su
vida.
Pasos. Pasos parecían venir de toda la casa pero nunca llegaban a donde
ella estaba. Finalmente la luz de su cuarto se iluminó y unas frías y rasposas
manos estaban sobre ella.
«Mi amor», le dijo la voz que no pareció ser
la de su padre por un segundo pero cuando Carla abrió los ojos vio que sí era
él.
«El coco papi, ¡el coco!», le decía Carla
tratando de verlo a él y sólo a él.
«Sabes bien que no fue el coco», le dijo su
padre. Carla sólo siguió llorando.
«Si fue él papi, lo sé y tú lo sabes, no me
digas que fue el viento o mi imaginación ¡porque yo lo vi!»
«No, Carla, no fue el coco. El coco no estaba
en tu habitación, no estaba en tu armario.
El coco estaba en mi cuarto, en mi armario. Yo no te creí y me arrepiento. Pero sabes...
Carla sintió esas frías manos sobre sus hombros.
«Esto no está tan mal. La verdad, me gusta.»
Carla levantó la mirada y tuvo un segundo para ver cómo la cara de su
padre se caía a pedazos, como una máscara de cera pegada a una fogata.
Las rasposas y frías manos no dejaron de acariciarla.

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