Ya es Navidad

La mujer escuchaba el crepitar de la leña en la chimenea mientras su esposo mantenía el rostro pegado a la ventana.

—¿Ves algo? Preguntó mientras se frotaba las manos.  
—No, no se ve nada —dijo su esposo mientras limpiaba el vaho de la ventana. Afuera, la nieve se extendía uniformemente sobre todo lo que tocaba. Los abetos se erguían como gigantes silentes, observando la pequeña cabaña en medio de aquel valle solitario.

—¿Qué hora es? —preguntó él.
—11:28 —dijo ella mientras movía por centésima vez los platos en la mesa. "La cena se está enfriando" pensó.

—No entiendo por qué no han— Ante este silencio abrupto, la mujer dejó caer la servilleta con la que había estado limpiando uno de los vasos (también por centésima vez) y corrió al lado de su esposo para mirar por la ventana.

—¡Ahí está! —dijo ella apretando con fuerza la mano de su esposo.

Afuera, una figura delgada caminaba hacia la cabaña.

—¿Y mi pequeña? —preguntó el esposo. Y como si por invocación, una figura igual de delgada (aunque más pequeña) salió del bosque y caminó tambaleante detrás de su hermano.

****

El frío golpeó al hombre inmediatamente al abrir la puerta, pero aun así él mantuvo la sonrisa y los brazos bien abiertos. Se puso de rodillas y esperó el abrazo de sus hijos que regresaban a casa en Nochebuena.

—Oh Dios Mío, no puedo creerlo. ¡Están aquí! —Decía la madre repartiendo besos y abrazos a los pequeños. Su esposo lloraba abiertamente en un rincón de la sala. Los días en los que él sentía pena por llorar con tanta expresividad habían quedado atrás hacía mucho tiempo.

—¿Se puede ser más feliz que esto, querido? —dijo la mujer mientras envolvía a las frágiles figuras entre sus brazos. —No, —dijo él —no creo que sea posible, querida. Mi corazón... ah, creo que si no me siento me desmayaré por tanta alegría —añadió y ambos padres rieron jovialmente.

—¡Pero por Dios! —chilló ella poniéndose de pie inmediatamente —¡Deben estar muer... muy hambrientos! Vengan, vamos, tú también querido, vamos, vamos, vamos. ¡Hay que cenar y brindar por esto!

Con eficiencia, la mujer sentó a todos en sus respectivos lugares. Y sirvió abundante chocolate caliente. Su esposo no se quedaba atrás; cortaba grandes trozos de pavo con la misma facilidad que con la que cortaría un trozo de mantequilla. Los pequeños sonreían débilmente mientras miraban las muchas delicias servidas en la mesa. Sus rostros empezaban a perder la coloración, o más bien decoloración, de porcelana grisácea para mostrar parches de rubor en las mejillas. Sus labios aún estaban agrietados y parpadear parecía un reflejo aún atascado. Pero eso no importaba. Era Nochebuena, y era hora de cenar.

—... Y entonces ahí fue cuando me di cuenta de que mi pantalón tenía una enorme rajadura en la parte de atrás y.… y... —Poniendo la taza en la mesa para no derramar el chocolate, el padre se tomó el tiempo para reír a carcajadas mientras intentaba terminar su historia. Los niños soltaban risitas mientras les quitaban la carne a los huesos del pavo. La madre observaba el reloj.

—¿Y cómo está la abuela? —preguntó el hijo dándole una buena mordida a un trozo de pan. La tristeza que ahora se asomaba tímidamente en su rostro no le quitaba fuerza al vacío en su interior. Un vacío que sus padres no podrían haber saciado ni dándole todos los pavos del mundo. Su hermanita devoraba una tras otra las manzanas casi como si tuvieran el mismo tamaño de las uvas (que se había acabado antes).

—Ella no pudo venir este año, hijo. El frío la pone muy mal. Pero tal vez el otro año. —dijo la madre.

—¿Cuántos años tiene ahora? —preguntó la pequeña metiéndose distraídamente el dedo en la oreja. La sonrisa de la madre tembló por un momento al notar que algo se retorcía en el dedo cuando la pequeña se lo sacó del oído. Sin mirarlo, la niña lo limpió en la servilleta.

—Ochenta y siete —dijo el padre tomando un sorbo de chocolate.

—Tal vez vengamos los tres para el otro año. Digo, ella ya está viejita de todas formas —dijo la pequeña alegremente y por un segundo todo el color y movimiento le había regresado al cuerpo. Para el padre, su cabello ya no se veía quebradizo ni delgado, sino abundante y suave. Ahora sus ojos parpadeaban al mismo tiempo.

—No seas tonta —espetó el hermano —la abuela no puede venir con nosotros. Ella es vieeeeja, así que no puede. ¡Como que no supieras!

—Ah, sí, es cierto —dijo ella con un tono de disculpa.

—Tonta —dijo él burlándose.
—Tonto —dijo ella de regreso.

La madre sonrió y le tomó la mano a su esposo debajo de la mesa. Hacía mucho que no escuchaba un intercambio interminable de insultos infantiles.

"Tonto túuuu" —repitió con voz chillona el hermano. —"Ay sí, es cierto". Tonta.

En lugar de decir algo más, la pequeña simplemente le sacó la lengua y siguió comiendo. Al ver la lengua gris y con manchas oscuras, la madre soltó la mano de su esposo y contuvo el llanto. Miró al reloj y notó que eran casi las 2 de la mañana.

"Aún no por favor, por favor. Aunque sea después del cuento", pensó el padre mientras se sentaba junto a la chimenea con el enorme libro de cuentos en su regazo. Los pequeños estaban esperando, acostados panza abajo en la alfombra.

—Hace mucho tiempo —empezó el esposo. Y ahí fue cuando el fuego en la chimenea empezó a apagarse. Nieve empezaba a caer sobre la leña.


Todos soltaron un chillido al escuchar el "tsss" del fuego apagándose. Puñados de nieve caían y caían acompañados de pequeñas piñas de pino y ramas. Los pequeños corrieron a los brazos de sus padres, quienes los envolvieron de inmediato como si eso pudiera evitar que él los viera.

Algo enorme se arrastraba lentamente por la chimenea mientras que, en el techo, se escuchan los berridos de varios renos. Para los padres, aquellos sonidos eran más parecidos a los lamentos de animales en el matadero. Por un segundo, una imagen apareció en su cabeza; un enorme y apestoso saco lleno… “¡No!” … pero la imagen seguía clara como una foto colgada en su cerebro. Un enorme y apestoso saco del cual se asomaban decenas de pequeñas manos pidiendo auxilio.

Una masa hinchada y tan roja como la sangre empezó a asomarse por debajo de la chimenea. Sus pies pateaban los quemados leños que rodaban débilmente por la alfombra dejando débiles rastros de ceniza. Los niños temblaban incontroladamente bajo los abrigos de sus padres. Arriba en el techo, los renos repiqueteaban por todos lados soltando aquellos quejidos horripilantes. Lo peor, al menos así lo veían los padres, era el sonido de cascabeles que se mezclaba con aquel incesante alboroto.

Aquello que se había arrastrado por la chimenea cayó al suelo de romplón, “como un saco enorme y pesado”. Ninguno de los padres quiso verlo a los ojos. Solo se enfocaron en sus enormes botas negras cuyo lustre era horriblemente antinatural de alguna forma.

Ya es Navidad —dijo aquello y el padre rezó por no perder la cordura ante aquellas palabras. Él entendía que eso era lo que Santa decía sólo por haberlo leído en un libro. Pero las palabras que Santa usaba no tenían ningún orden o sonido que pudiese ser replicado por ningún humano, aun así, iban más allá que los simples sonidos de un animal salvaje. Había inteligencia en lo que decía. Pero nada más.

Arriba, los renos se movían frenéticamente, manteniendo vivo el sonido de los cascabeles. Por un segundo, el padre esperó a que su esposa rogara por piedad como lo había hecho la primera vez. En esa ocasión, Santa simplemente se había tomado el tiempo de "hablar" en aquel dialecto inhumano e imposible hasta que su esposa, de rodillas y tapándose los oídos, le había gritado que se llevara a los niños o que la matara ahí mismo, pero que por favor ya no siguiera hablando. Cada año ella recordaba avergonzada como había empujado a sus tesoros más grandes hacia los brazos de Santa con tal de que se callara.

Pero no, esta vez ella se quedó en silencio. Ambos padres dejaron al descubierto a sus hijos, quienes, aferrados en su propio abrazo de hermano y hermana, temblaban con fuerza. Como si nada, sus rostros habían perdido el color de nuevo. El cabello apenas se sostenía sobre sus cabezas visiblemente abolladas ahora.

—Los queremos —dijeron los niños acariciándole los rostros a sus padres con dedos rígidos y terriblemente delgados. Sus voces empezaban a perder el calor que sólo un corazón latente produce.

—Nosotros también —dijeron mamá y papá a la vez. Y así como así, el sonido de los cascabeles se esfumó junto con los lamentos de los renos. El fuego de la chimenea ardía de nuevo y en el aire de aquella pequeña y solitaria cabaña, sólo quedaban tres cosas; el llanto inconsolable de los padres, el crepitar de la leña ardiendo y un aroma a canela y manzana.





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