Veneno para ratas
El tiendero la miró con cierta curiosidad.
No era la primera vez que aquella señora llegaba a comprar leche y
pañales, ¿por qué debería entonces parecerle extraño?, el tiendero no sabía
bien por qué. Tal vez era porque a pesar de que siempre había visto a la señora
en la calle más de alguna vez, ya fuera con amigas o sola (¿y el esposo?),
nunca la había visto con ningún bebé.
“Serían 30 quetzales”, le dijo, pero la señora ya había puesto el dinero
en el mostrador. 30 quetzales era lo que gastaba cada dos días.
Al tiendero le sorprendió ver a la señora al día siguiente parada
frente a la puerta esperando a que él abriera.
“Buenos días doñita”, le dijo el muchacho dándole su mejor sonrisa. Aunque
la verdad a él nunca le había caído bien aquella misteriosa señora. Ella era
amable y todo, pero había algo “perdido” en ella. Esa era la palabra que le
venía a la mente. Perdido.
“Buenos días”, dijo la señora como si aún estuviera durmiendo.
“¿Ya se le acabaron los pañales o la leche?”, preguntó el tiendero
mientras quitaba el candado de la tienda.
“No, hoy vengo a comprar otra cosa”
El tiendero abrió bien la puerta y dejó que la luz de la mañana
iluminara los estantes con comida enlatada, cereales y golosinas. Aquella mujer
entró con cierta prisa.
El tiendero observó lo que la mujer puso sobre el mostrador con un
punzante presentimiento en el pecho.
“¿Cuánto cuesta el veneno para ratas?”, preguntó la señora. El tiendero
notó que su cabello negro se veía opaco y sucio. Esta señora tiene algo malo,
pensó.
“Em, son diez quetzales. ¿Tiene problemas con esos animales?”, le dijo.
“Demasiados, pero si este veneno es de buena marca supongo que ya no”.
La señora soltó entonces una carcajada que no pudo haberle helado más la sangre
al tiendero. La señora pagó y se fue. Después de unos veinte segundos el
tiendero puso el letrero en la puerta que decía: “Vuelvo en un rato. Este
negocio está protegido por la mano de Dios…y por una alarma”
Él no sabía en dónde vivía aquella mujer, pero ya que todavía no había
mucha gente por las calles no le costó mucho encontrarla. La señora caminaba
apresuradamente por las calles empedradas, no necesariamente corriendo porque
en esas calles, y por su edad, una caída le traería muchos problemas.
El punzante dolor le atravesaba el pecho y tenía las manos entumecidas.
¿Qué estoy haciendo?, se preguntó.
Finalmente, la señora llegó a una casona al final de una calle que
parecía haber tenido mejores días. Las casas mostraban la calidad y estilo que
solo la gente rica podría haber costeado, sin embargo, eso había sido tal vez
unos veinte años atrás. Algunas de las casas estaban pintarrajeadas y más de
alguna puerta y ventana estaba tapiada.
El tiendero se quedó un rato esperando afuera sin saber qué hacer. No
puedo entrar y además no creo que deba, la puerta debe estar—pero al girar la
perilla la puerta se abrió en silencio. Arriba, en el segundo piso, podía oírse
el incesante llanto de un bebé.
El lugar en sí estaba ordenado, no había rastro de polvo o suciedad,
pero algo no cuadraba. Era como una de esas cosas “modelo” que ponen en los
residenciales. Uno puede entrar a esa casa y ver cómo se ven bien amuebladas y
pintadas. Aquella casa era así, bonita, limpia y con muebles finos, pero eso
solo era una fachada, nadie realmente se sentaba en esos sillones con finos
acabados ni nadie tomaba el té en la cocina con su enorme mesa de caoba.
El tiendero subió los escalones mientras el llanto del niño se hacía
más fuerte.
Por favor señora, no lo haga, pensó. Pisó el último peldaño y un fuerte
mareo lo sobrecogió y casi se va de espaldas si no se agarra del barandal. El
bebé había dejado de llorar y aquella casona estaba en completo silencio.
El tiendero avanzó por el corredor asomándose de puerta en puerta, las
habitaciones de arriba estaban igual de limpias y ordenadas que la sala y la
cocina y había un ligero aroma a canela. Llegó a la penúltima puerta y se quedó
ahí; la puerta lucía más vieja que todas las demás y había unas gruesas marcas
de crayones de cera por abajo de la puerta. Abrió la puerta con
manos que parecían postizas y sin capacidad de sentir.
La mujer estaba sentada contra la pared con las piernas y brazos
estirados, el cabello, que era una peluca, le colgaba de lado mostrando la otra
mitad de su cabeza calva y llena de manchas negruzcas. De su boca salía espuma
blanca y espesa que goteaba sobre su regazo. El tiendero se quedó fijo en el
umbral de la puerta con un grito atorado en la garganta y sin sangre en su
rostro. Al fondo de la habitación había una puerta cerrada que de seguro era un
armario, por debajo de la rendija vio una silueta moviéndose y entonces fuese
que fuera que estaba ahí adentro empezó a reír.
El pobre tipo salió corriendo de la habitación, doblándose el tobillo al
caer de los últimos tres peldaños, y hacia su casa.
Ahora cada vez que escucha la risa de un bebé, la sangre se le congela
y no puede sentir más que un dolor punzante en el pecho.
Su esposa le ha dicho que ella ha escuchado ratas en el sótano y que ya
puso veneno. El tiendero sólo puede preguntarse si el veneno matará lo que él
sabe no es una rata.
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