Historias de pueblo.

Supongo que una de las cosas que más recordamos de nuestros padres son las historias que nos cuentan. Al menos cuando tienen historias que contar.

Esta es una de ellas…

Don Luis llegó a casa como cualquier otra tarde después de haber estado toda la mañana en el pueblo comprando productos para el ganado. El camino, como siempre, había sido ajetreado pues en ese entonces el pavimento era sólo un lujo que se veía en la ciudad. El camino a casa estaba atestado de enormes piedras a los lados, muchas de ellas pintadas con los logotipos de partidos políticos de incluso diez años atrás, y no era raro que un auto se quedara atascado en un enorme agujero o que alguna llanta se pinchara con un trozo de vidrio o alambre de púas que había sido cubierto por el polvo.

Aparte de eso, el sol no ayudaba en nada. Era una hora y media de puro sufrimiento. Pero Don Luis, como todo residente de aquel lejano y casi olvidado pueblo, se había acostumbrado al calor y al aroma de caca de gallina y vaca que abundaba por aquellos caminos rústicos. Siempre se le veía con sus camisas rayadas y pantalones vaqueros bien lavados, gracias a su trabajadora mujer, sus botas lustradas y sombrero. Ah, y siempre con su arma bien puesta en el cinturón.

    ¡Ya vine! —le gritó a su esposa mientras se acostaba en la hamaca del corredor.
    ¿Vas a comer algo? —Le preguntaba Doña Lidia sabiendo muy bien cuál sería la respuesta.

Casi todos los días, ella mandaba a su hija Sonia (“torpe pero bonita” decía Doña Lidia) a que agarrara una gallina para hacer el caldo. Sonia iba entonces a corretear por todos lados (la mayoría de veces terminando con rayones hechos por espinas y ramas en las piernas y brazos) hasta que agarraba una de las malditas gallinas. “Apuesto que esta es la puta que se cagó en mi cama” pensaba la joven mientras agarraba la aterrada gallina del cuello y patas.

Doña Lidia la esperaba entonces en el umbral de la puerta de la cocina con un enorme cuchillo de carnicero en la mano y su blanco delantal.
—Aquí está mama. —Decía Sonia mientras le entregaba la gallina que se agitaba violentamente, soltando plumas por todos lados.
—Limpiáte el brazo porque mirá ya te cagó. —Decía la señora con cierta sonrisa. Sonia expresaba su asco y se iba corriendo al patio donde estaba la pila.

Doña Lidia llevaba a la pobre gallina a la cocina y sin pensarlo dos veces le cortaba la cabeza con el cuchillo. Y así, empezaba su rutina para hacer el caldo. Para cuando su esposo llegaba, el caldo ya estaba hirviendo…

—¿Y al fin ya te pagó la Nía Chota? —Decía Doña Lidia mientras le daba un vaso de fresco de Jamaica a su esposo.
Tomando un sorbo (sin levantarse realmente de la hamaca) Don Luis le decía que sí. La familia Almidón era una de las más ricas del pueblo y aunque no era con todos, ellos siempre estaban dispuestos a darle fiado a cualquier pobre vendedor que necesitaba carne o lácteos para su propia venta. Los pocos que gozaban de este beneficio siempre pagaban a tiempo.

Podría decirse que era por respeto a Don Luis y la pistola que descansaba cómodamente en su cintura, pero en realidad era por miedo a su esposa.
“Ella era una mujer muy buena cuando quería ser buena. Pero cuando era mala…esa mujer era cruel.” Decía mi madre mientras picaba verduras en la cocina. Yo escuchaba atentamente mientras mis ojos seguían el rápido y habilidoso movimiento de sus manos con el cuchillo mientras cortaba las zanahorias…

—Va, laváte pues que ya está el caldo.
—¿No hiciste tortillas negras?

Antes de que Doña Lidia le dijera que sí (ella casi podía sentir cuándo él iba a querer tortillas negras o normales) escucharon el llano de Tadeo que venía jalando su mochila sucia por la tierra.

Don Luis se enderezó con cierta torpeza en la hamaca mientras Doña Lidia corría con los brazos extendidos para recibir a su hijo.

—¡Qué te pasó, Tadeo! —Exclamaba la señora como si el niño hubiera llegado con clavo metido en el ojo o con un brazo roto.

—Me, me… ¡me pateó, mami, me pateó! —dijo el niño llorón mientras hundía la cara en el pecho de su madre.

—¡Quién diablos te pateó! —Decía Don Luis con el vaso de fresco aún en la mano. Si lo hubiera apretando con más fuerza lo habría quebrado.

—¡Lalo, papa, Lalo!
En cualquier otra circunstancia, Don Luis habría llevado a su hijo a la casa, le habría secado las lágrimas y le habría dicho con voz fuerte que se portara como hombre. “¡Si te patean, vos los pateás más duro!” le habría dicho.
      Probablemente eso era lo que pensaba. Y probablemente habría ido después a casa de Lalo para pedirle a su padre, Don Fasto, que le dijera a su hijo que empezara a ser hombre y que no se metiera con niños más pequeños.

Pero entonces Doña Lidia volteó para hablarle a su esposo directo a la cara con ojos que no tenían nada de “buena mujer” en ellos. “Tal vez algo se le metió en ese ratito”, dijo mi madre echándole sal a la olla. “Algo se les debió haber metido a los dos”.

—¡Andá a buscar a ese maldito y lo MATÁS! ¡Andá, matá a ese desgraciado!

Sea lo que sea que se le pudo haber metido a Doña Lidia pasó entonces a Don Luis. Tiró el vaso que se quebró contra una piedra y se fue caminando apurado a buscar a Lalo. Su arma estaba lista.



—¿No querés ir conmigo a ver cómo juegan a la lotería? —Preguntó Tania mientras jugaba con el sombrero de Lalo.
—Nah, tengo que ir a ayudar a mi papa a arreglar un potrero. Además, me va a pagar y con eso te puedo invitar a la feria el otro mes.

A Tania se le alumbraron los ojos y, poniéndose de puntillas, le dio un beso a Lalo.

Ella se fue por el camino de la derecha (que estaba cubierto por la fresca sombra de los árboles de mango) y él por el de la izquierda, que era un ancho camino de tierra (como todos) sin ningún lugar para protegerse del abrasante sol. O de alguien con el Diablo en la cabeza.


“¡No me matará por la espalda, lo sé!” pensaba el joven mientras corría hacia el monte que estaba a un lado del camino. El corazón le daba vueltas en el pecho y sus piernas buscaban la forma de doblarse y hacerlo caer sobre el seco y caliente terreno.

Don Luis había aparecido como de la nada (como un espanto, pensó Lalo) y sus ojos estaban hundidos en su rostro casi deformado por la ira.
Lalo sabía a qué iba, esa maldita patada iba a hacer que su papa lo regañara y tal vez que hasta le pegara, pero había valido la pena. “Maldito llorón”, había pensado. Pero no hubo tiempo de pensar en una disculpa, Don Luis tenía la pistola en mano y Lalo supo que iba a morir ahí mismo.

“¡No me matará por la espal—
Lo siguiente que supo el joven es que tenía la boca llena de tierra y sentía que lo habían partido en dos. Un horrible dolor punzante le atravesaba la espalda, y el punto estaba justo en el medio.

Lalo escupió la bocanada de tierra que se le había metido a la boca y esta salió empapada en sangre. El sonido de los grillos y chicharras era ensordecedor estando ahí abajo tan cerca del monte…

—¿Y murió? —le pregunté a mi mamá mientras cortaba unos limones para hacer limonada.
    No, al menos no de inmediato. Eso fue peor creo yo. Los médicos dijeron no sólo ya no iba a caminar, pero que iba a morir poco a poco. En un año más o menos. Mi mamá me dijo que la última vez que ella lo vio, tenía los brazos así de delgados —mi mamá levantó el dedo índice para ejemplificar. No sé si eso era posible. Pero en una historia supongo que sí.

La noticia corrió rápido, como lo hace todo suceso como ese en un pueblo pequeño, y casi nadie sabía en dónde estaba Don Luis ahora. Sea lo que sea que se le metió aquel día no se quedó por mucho. Después de lo que hizo, Don Luis fue a buscar un par de camisas (Doña Lidia ya le había preparado unos panes con carne), dinero y más balas para su pistola y se fue huyendo.

Por un par de semanas no pasó nada, hasta que un día Don Fasto llegó a la casa de mi abuela.
 —Qué tal, Nía Tila. —Dijo Don Fasto quitándose el sombrero. Él era un hombre alto y con expresión seria. “Él era un señorón” dice mi madre.

—Siéntese. —Dice mi abuela que se mecía en su mecedora. Como en muchos pueblos, las puertas siempre estaban abiertas a lo ancho durante casi todo el día. Ya sea para los compradores de cerveza o tarjetas de teléfonos prepago o para las visitas de vecinos o familiares. Don Fasto era familiar de mi abuela, según entiendo, al igual de Don Luis. Esos dos eran primos lejanos…según entiendo. 


—No me quedaré mucho. —Dijo Don Fasto mirando a todos lados como si buscara a alguien escondido. —¿Está Chico? —Dijo refiriéndose a mi tío.

—No, no está. Andando anda. —Dijo la abuela con cautela.
—Ve pues, bueno, vengo más tarde. —Dijo aquel señorón poniéndose el sombrero. Se dio la vuelta y se fue, encorvándose para pasar por la puerta.

“¿Qué querrá con Francisco?”, se preguntó la abuela.

Lo que la abuela no sabía, era que días antes mi tío y un amigo habían ido a un pueblo cercano a comprar maíz y otras cosas (de las que un citadino como yo no entiende) y ahí fue cuando vieron a Don Luis.
      El pobre tipo había perdido peso y las camisas le colgaban holgadas sobre el torso. Tenía la cara demacrada y un feo moretón en la frente de cuando se había caído pasando un río.

—Mirá Chico, por favor, no vayás a decir que me viste. ¿Bueno?
—No, yo no le voy a decir a nadie. —Dijo mi tío. Y así quedó el asunto.

No sé, ni nadie sabe realmente, si Don Luis le pidió lo mismo al hombre que iba con mi tío. Lo que sí se sabe, es que, al día siguiente, Don Fasto estaba reuniendo gente para buscar a su primo lejano y para darle una muerte de perro.

—Dice mi mama que me estabas buscando. —Dijo mi tío otra tarde mientras barajeaba un mazo de póker en su propia hamaca. Don Fasto había llegado a caballo esa vez.

—Sí Chico, fui con tu mamá un par de veces ayer y anteayer y no estabas.
—¿Y para qué me querés pues?
—Mirá, yo te aprecio, vos lo sabés, y tu palabra vale mucho para mí. Así que te voy a preguntar, ¿vos viste a ese cabrón de Luis en un pueblo aquí cerca?

Mi tío se quedó quieto con una mitad del mazo en cada mano. Don Fasto lo miraba con ojos cansados.
—No vos, yo no vi nada.
—Yo hablé con el Samuel y él me dijo que ustedes lo vieron. Él me lo dijo esa tarde que regresaron.

Mi tío pensó en mentir y negar una vez más. Él y Don Fasto eran buenos amigos, pero ¿ya para qué? Él sabía que era cierto.
—Pues…sí vos, la verdad es que sí lo vimos. Pero mirá, ya no importa, dejálo así. Dejá que Dios sea quien lo castigue.
—No, —Dijo Don Fasto con firmeza. —Yo le prometí a mi hijo que lo vengaría. ¡Y así va a ser!

El tiempo volvió a pasar. Lalo seguía viviendo miserablemente ya fuese en su silla de ruedas o en su cama. “Ya olvidálo, papa”, le decía con voz avejentada.
      Lalo le dijo lo mismo a su padre hasta el día que murió. Y Don Fasto siempre le contestó que no, que él no iba a descansar hasta que esos malditos estuvieran muertos.

Malditos. Eso fue lo que él decía de último. Malditos.
Empezó a hablar en plural el día que le dijeron que Don Luis llegaba en las madrugadas a su casa para agarrar comida y agua y luego se iba.
“Su esposa siempre sabe cuándo va a llegar incluso cuando él no le dice”, le dijo alguien. “Yo lo vi una noche cuando venía de la iglesia. Pensé que era un gran coyote porque caminaba en cuatro patas, pero entonces saltó el potrero de hacia su casa y a oscuras le abrieron la puerta…”, le dijo alguien más.

Don Fasto nunca dejó de mantenerse en contacto con su gente.


—¿Es papi? —Dijo el pequeño Yonatan mientras se sentaba en su cama a oscuras.
—Shhh, calláte. —Dijo Doña Lidia mientras sostenía una linterna. Fue a la sala y quitó cuidadosamente las tablas que mantenían las puertas cerradas y dejó entrar al raquítico hombre que se movía en cuatro patas como un horrible animal.

Sonia y Tadeo miraban desde el corredor como su madre le limpiaba la mugre de las manos a su esposo. Don Luis apestaba a mierda de cerdo y tenía espinas entre el cabello. Su pistola se había perdido hace mucho. “Mi hamaca”, pensó con amargo anhelo.

Entonces oyeron como las tablas de la puerta de enfrente empezaban a partirse a puras patadas.

—¡ANDÁTE! —Gritó la señora agitando la linterna. Yonatan seguí inmóvil en su cama.

La puerta de enfrente se partió en dos y la sala se iluminó con varias linternas. Sonia chilló y corrió a su cuarto empujando a Tadeo, quien cayó sentado con expresión de estúpida confusión.

Don Luis dio dos pasos hacia la puerta por la que había entrado cuando se topó con dos tipos que lo golpearon con sus linternas justo en la cara.

Don Fasto entró a la casa y encontró el interruptor sin problema. La sala se alumbró con el amarillento brillo de los focos. Él, como todos los otros hombres, tenía una escopeta.

Doña Lidia estaba llorando de rodillas mientras Don Luis trataba de parar el sangrado de su nariz…

—No sé si él les dijo algo o si ellos le dijeron algo. Quién sabe, tal vez pidieron perdón o no. Pero esa familia fue masacrada ahí mismo….

Don Fausto le disparó a Don Luis justo en la cara, salpicando el sillón con sangre, sesos y fragmentos de hueso. Un pedazo de cuero cabelludo quedó prendido en el pecho de Doña Lidia. “Me gustaba hacerle piojito hasta que se dormía”, pensó. Tadeo empezó a llorar.

Los hombres que habían interceptado a aquel pobre hombre, que ahora yacía sin rostro en el suelo, entraron a la casa. Uno de ellos pisó algunos de los dientes que habían salido expulsados de la boca de Don Luis y le dio un tiro a la señora. Justo en el pecho.

Todos los hombres empezaron a disparar. Doña Lidia no murió de inmediato al recibir el primer tiro, pero sí cuando las balas le atravesaron el abdomen y la frente. Tadeo intentó levantarse para correr, y logró darse la vuelta, pero le dieron un tiro por detrás de la cabeza y la bala le salió por el ojo izquierdo.
—Aaagh. —Fue lo único que dijo mientras caía de cara en el pasillo, le dieron dos tiros más en la cabeza.

Sonia se había escondido debajo de su propia cama. Había intentado esconderse bajo la cama de Tadeo, pero era muy agosta para ella, desesperada, levantó el colchón y lo dejó caer sobre Yonatan que estaba acurrucado en un rincón.

Se metió como pudo debajo de la suya (difícil pues tenía cajas con viejos libros ahí) y esperó. Los tipos abrieron la puerta y la jalaron de los pies. La joven se retorcía como un gusano sacado de la tierra mientras gritaba y le pedía a Dios que la salvara. Un montón de viejas plumas de gallina estaban prendidas en su pelo y mejillas. Los hombres reían, ya sea porque estuviesen ebrios o porque estaban dominados por aquello que había provocado todo eso en primer lugar. ¿Ira descontrolada? ¿O algo consciente e incorpóreo? No podría saberse.

Sonia tuvo un momento para mirar el colchón en la esquina del cuarto. Pudo ver pequeños dedos que lo sujetaban para que no se deslizara hacia abajo. Ella pensó que eso no era necesario pues el colchón había caído justo en la posición correcta para mantener a su hermano a salvo. Ella también podía escucharlo llorar.
      “Perdón por haber sido mala con vos cuando eras bebé. Estaba celosa”.

Tania no sintió cuando le dispararon en el estómago, su miedo se había calmado pues había empezado a ver sus más preciados recuerdos como escenas de una obra de teatro frente a ella (lo cual era raro pues ella nunca había visto tal cosa). “Muy bonita para eso”, habría dicho tal vez.

Cuando le dispararon en la frente tampoco lo sintió. Solamente vio una gruesa y negra cortina cayendo frente al escenario. Cubriéndolo todo.

Las viejas y gruesas paredes de la casa quedaron agujereadas y la sangre de los esposos estaba mezclada en el piso.


—Entonces el niño fue el único que vivió. —Le dije a mi madre al final.
—Sí, el único que quedó vivo por pura suerte. Lo salvó ese bendito colchón.
—¿Y qué pasó con Don Fasto? ¿Lo arrestaron?

—¡Qué! En los pueblos no se hace eso, ahí la gente hace justicia por su cuenta. Además, nadie iba a meterse con él. No, Don Fasto siguió como si nada hasta que murió hace un par de años. Mi abuela me cuenta que la última vez que lo vio él le dijo que al fin podía 
descansar en paz. 



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