La Abuela.
Sus padres no estaban en casa y el reloj marcaba las 7 en
punto. Ellos llegarían a las 8.
Isabela
estaba sentada en el suelo de la sala con sus crayones (la mayoría eran sólo
pedazos) regados en la mesa. De su mochila sacó uno de sus muchos libros para
colorear, esta vez sería uno de dinosaurios.
Recostadas
en el sofá detrás de ella estaban sus muñecas. Todas juntas y bien ordenadas
con sus vestidos de colores brillantes, cada una sujetando un pequeño peine de
plástico. Listas para ser arregladas.
La
casa estaba tranquila e Isabela intentaba perderse en el mundo que había
creado. Un mundo de colores y figuras amigables en el que se protegía cada vez
que estaba sola. Un mundo lejos de la sombría presencia de su abuela.
“La
abuela perdió la cabeza…” decía la voz de su madre en su cabeza. Isabela
sacudió la cabeza y volvió a enfocarse en su libro…
Pero ella realmente no podía
concentrarse por más que tratara. Tenía que ir al baño.
Normalmente
lo haría en el jardín (a pesar de recriminarse internamente cada vez que lo
hacía), así evitaría subir al segundo piso. Pero su madre había dejado la
puerta del jardín con llave.
“Puedo
aguantar.” Pensó la niña, pero eso se había dicho una hora atrás. Ahora la
necesidad de ir al baño se había convertido en un punzante dolor en su cintura
o más bien en casi todo su cuerpo. Isabela se dio cuenta de que ya no podía
permanecer quieta.
Iba
de un lado a otro en la sala y luego caminaba en círculos. Por un momento vio
la imagen de sus papás entrando a la sala y se vio a sí misma parada al lado de
la alfombra y sobre un charco de orina. Imaginó la fila de muñecas sobre el
sofá riendo y cubriendo sus ojos de botones para evitar la vergüenza ajena.
Entonces se escuchó un ruido. Había
sido el golpe de algo cayendo al suelo o de alguien dándole un manotazo a la
puerta.
El
dolor en su vientre desapareció y por un segundo pensó que realmente se había
orinado encima, pero no. Isabela sonrió. Buscó su crayón rosa para pintar el
pequeño dinosaurio en su libro y entonces notó cómo el rostro de caricatura
parecía burlarse de ella:
“Pobre y pequeña tonta. Te sientas aquí
a pintarnos con tus ridículos colores y crees que estás a salvo aquí abajo. ¿O
acaso crees que esconderte en tu cabeza te ayudará? Terminarás enloqueciendo al
igual que tu abuela… Sabes que es cierto. Ella está más que loca y algún día
ella bajará y te atrapará—“
—¡NO!
—Isabela lanzó el lanzó el libro por los aires. Un par de hojas se
desprendieron y cayeron dispersas al otro lado de la sala como plumas de un ave
a la que le han dado un tiro.
Su
mundo de fantasía no la ayudaría esta vez, sus padres no la ayudarían tampoco
aún si estuvieran ahí. Y ellos casi nunca lo estaban.
Entonces, a sus nueve años de edad,
Isabela decidió que no iba a seguir teniéndole miedo a la abuela. “La abuela perdió la cabeza.” El dolor
en su vientre volvió, invocado por la repentina motivación (motivación mezclada
con pánico y ansiedad) en la cabeza de la niña.
Se
levantó y fue a la cocina.
*****
Encendió
la luz que iluminaba las escaleras y con cada escalón que subía, observaba el
oscuro pasillo del segundo piso. Podía sentir la presencia de su abuela
encerrada en esa tenebrosa habitación.
Tanteó
por unos segundos la pared en busca del segundo interruptor para encender la
luz del pasillo hasta que dio con él. Al mismo tiempo se escuchó otro ¡PAM!, e Isabela retrocedió quedando
peligrosamente cerca del borde del escalón. Ese seguro había sido el golpe de
una mano contra la pared o alguna mesa. La niña estaba sudando y podía sentir
un nudo amarrándose en su garganta.
El pasillo, a pesar de todo, permanecía
quieto y ominoso.
La
habitación de la abuela era la primera en el pasillo y al fondo estaba el baño.
Isabela caminó lentamente, alejándose de la puerta que daba a dicha habitación.
¿Cuándo fue la última vez que esa puerta se había abierto? Al principio, cuando
la abuela aún parecía tener conexiones neuronales en su anciano cerebro, la
puerta casi siempre estaba abierta.
Isabela
recordaba la pequeña ventana en el cuarto que daba al patio; la ventana no era
muy grande, pero en ese entonces el cuarto de la abuela era tan claro y
arreglado. El aroma a medicina y desinfectante se mezclaba con las flores y
perfume que a la abuela tanto le gustaban (al menos así decía con su aletargada
voz).
Luego
las flores dejaron de importar y el aroma que abundaba era el aroma rancio y
húmedo que emanaba de la cama. No sólo de las sábanas, del colchón en sí e
incluso de lo que fuera que estuviese debajo de la cama.
“Si vas a hacer esto, ve al baño primero
o te harás encima como una niña tonta”.
Empezó
a caminar lentamente hacia el baño, escuchando cada uno de sus pasos sobre la
alfombra. Ella bajará algún día y te
atrapará…
Al
llegar a la mitad del pasillo pudo, o creyó, escuchar el sonido de la vieja
perilla moviéndose débilmente.
“Niña
tonta, ¡ella te atrapará!”
Isabela
se detuvo un momento y luego corrió hacia el baño sin mirar atrás.
El
sonido del agua corriendo pareció relajarla un poco, además ya no sentía ese
horrible dolor punzante en su vientre. Casi parecía que nada de lo que había
pasado hasta ahora era real.
Salió tranquilamente del baño,
ensimismada en la idea de bajar e ir a peinar a sus muñecas y olvidarse de todo
el asunto. Después de todo, la abuela era responsabilidad de sus padres. Ellos
tenían que preocuparse por ella, no Isabela, una niña de nueve años…
Isabela
levantó la mirada y vio a la figura decrépita que apenas se mantenía de pie al
final del pasillo frente a las gradas.
La niña se quedó sin aliento
mientras daba un paso hacia atrás. Sentía un horrendo grito atascado en su
pecho, incapaz de pasar por el nudo en su garganta.
La
abuela estaba ahí, de pie, como una víctima de guerra que no había visto la luz
ni probado alimento en mucho tiempo. Sus piernas y brazos se veían
grotescamente largos retorcidos debido a su delgadez mientras que su torso
encorvado (o lo que se suponía era un torso) estaba cubierto por un amarillento
y desgarrado camisón.
Sobre
su cabeza reposaba una masa de cabello enmarañado tan fino como un montón de
telarañas.
Isabela
trató de mover su brazo para buscar detrás de su espalda, pero la vacía y
perturbadora mirada de la abuela la mantenía inmóvil. Los ojos de la anciana
parecían brillar —como los ojos de un depredador en la noche— desde el fondo de
las cuencas rodeadas por negras ojeras.
Un ligero, pero constante jadeo escapaba
de su garganta. La abuela mantenía su hechizo sobre la niña mientras un hilo de
baba bajaba por la comisura de su boca, que se mantenía ligeramente abierta.
Este gesto le daba una imagen tanto estúpida como desquiciada.
Finalmente,
la niña empezó a caminar, lentamente como un bebé. El pasillo parecía mecerse
como una canoa y la abuela movía la cabeza atentamente con cada paso. Isabela
se llevó la mano derecha a la espalda, asegurándose de que estuviera ahí.
Al
llegar a la mitad del pasillo, se detuvo. La anciana empezó a moverse con la
gracia de un títere; lentamente movía sus desgastadas articulaciones y el
chasquido que producía el roce de sus huesos era impensable. Al igual que un
esqueleto de aparador del día de brujas que ha cobrado vida.
La
niña tanteó el reconfortante filo del cuchillo oculto en su espalda y esperó
algo más. Pero la abuela simplemente se arrastró de vuelta a su oscura
habitación cerrando la puerta.
Isabela
estaba decidida.
Abajo,
las muñecas miraban al reloj con sus expresiones de infinita inocencia. Las
agujas señalaban las 8 en punto.
“¡Hazlo!, o ella lo hará
primero.”
Se
acercó a la puerta y la abrió. De inmediato fue recibida por el acre aroma de algo
que parecía haber tenido ajo y orina. Y muchas otras esencias que flotaban en
aquel sofocante ambiente.
Isabela deslizo su mano izquierda
por la pared, mientras sujetaba el cuchillo de la cocina con la derecha, en
busca del interruptor.
La
abuela estaba sentada en el borde de la cama. Sonriendo malévolamente. La luz
amarilla se reflejaba en sus blancos y hundidos ojos. Su sonrisa revelaba
encías ennegrecidas con dientes que bien podrían haber sido trozos de quebrados
de porcelana incrustados desordenadamente.
Sus manos raquíticas reposaban en su
prácticamente inexistente regazo.
—Tu
sucia abuela está revolcándose con nosotros en el fondo del averno. —exclamó
la voz que habitaba las carcomidas entrañas de la abuela.
La
pequeña tenía el corazón en la garganta y este se retorcía frenéticamente
queriendo huir.
—¿Q-quién… qué eres? —Suspiró
Isabela.
—¡Ah! Tontita… ¡Por supuesto que soy
yo! —dijo la creatura cambiando de voz casi de inmediato —Soy yo, tu abuela. Lamento haberte asustado…
¿Cómo voy a estar yo en el averno, eh? Lo que pasa es que, bueno, como diría tu
madre: “¡La abuela perdió la cabeza!”
La
anciana empezó a carcajearse emitiendo el sonido de varias, y muy diferentes
risas, al mismo tiempo. Agitó sus pies y manos como una chiquilla mientras un
líquido negro salía poco a poco de su nariz.
Ella
no estaba enferma ni loca. Lo que le había pasado no era producto de una
degeneración en su sistema nervioso. Era algo consciente, aunque no necesariamente
vivo. O humano.
Aquello
había matado (devorado) a su abuela y ahora haría lo mismo con Isabela. Lo
haría simplemente para cumplir algún tipo de deseo enfermo por los débiles. Aquel
ser no atacaría a sus padres, no, ellos eran fuertes. Eso iría sólo por los
ancianos y los niños.
La
abuela estiró los brazos en señal de abrazo y casi sin ningún esfuerzo se
levantó de la cama.
—Déjame hacerte un peinado, mi niña.
Uno lindo y perfecto. Déjame arrancarte la puta cabeza para que tus papás la
cuelguen en la sala y le muestren a todos lo bonita que eras. ¡DÉJAME TIRARTE
EN LA TIERRA PARA QUE TE PUDRAS JUNTO A LA ZORRA DE TU ABUELA!
Isabela
sacó el cuchillo y lo sostuvo débilmente frente a aquel ser. Tenía los ojos
cerrados y aunque sabía que eso era lo peor que podía hacer, no podía forzarse
a abrirlos. Aquello era demasiado obsceno y malvado para que ella lo viera. Esa
cosa se llevaría su cordura primero y luego su alma…y finalmente su carne.
“Hazlo
querida…” —susurró una voz en su cabeza desde un punto oculto y seguro. —“Mátala ahora o condénate junto conmigo…
La
criatura enredó sus huesudos y casi descarnados dedos en el cabello castaño de
Isabela y al abrir los ojos, la niña vio cómo aquello lamía lascivamente la
parte filosa del cuchillo. Aquellas garras se aferraban a su cabellera.
—Tu sangre servirá para bañarme por un
buen tiempo, mi niña.
Isabela
se lazó hacia la abuela apuñalándola directo en el pecho. El cuchillo la
atravesó y salió por la espalda. Cubierto de una sustancia negruzca y espesa.
La
abuela retrocedió y ambas cayeron sobre la cama. Los oxidados resortes
chillaron exhaustos y la anciana abría la boca como un pez fuera del agua. Ella
reía con una excitación blasfema mientras se mantenía aferrada a la niña.
—Yo te cuidé tanto tiempo y ahora me
haces esto. ¿Por qué mi niña? ¿Quién te cuidará en las noches de lluvia y frío?
¿Eh? No creo que tus padres. —La voz que imitaba a la de la abuela iba y venía
reemplaza por un conjunto de voces burlonas. —Oh mi niña… No llores…te cantaré
una canción de cuna. Y cuando no puedas dormir, me sentaré a tu lado en la cama
y te cantaré…y te meceré…mientras arranco pequeños pedazos de piel y carne de
esa linda carita…
Isabela
se ahogaba en llanto.
La
puerta de la habitación se cerró.
*****
Abajo
en la sala. El reloj marcaba las nueve en punto. Las muñecas en fila y bien
tranquilas en el sofá miraban pacientemente el reloj.
Sostenían sus peines de plástico y
mostraban sus incansables sonrisas.
Afuera,
las luces de la calle iluminaban la entrada principal de la casa. Una casa en
silencio. Que esperaba la ya atrasada llegada de unos padres.
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